DOMINGO
LIBRO

Periodismo y democracia

Una relación bajo fuego, pero indispensable.

20210822_fernando_ruiz_periodismo_juansalatino_g
Fernando Ruiz exhorta a la autocrítica en el gremio, al tiempo que reconoce la necesidad de que las sociedades se involucren en la defensa de las libertades. | juan salatino

EL POPULISMO DESTRUYE LOS MATICES, EL PERIODISMO LOS RECUPERA

Entre las series que han invadido nuestras vidas, en las de trama política nunca faltan periodistas en roles principales. Si en la vida real el periodismo se siente un poco marginado, en House of Cards, en Scandal, Marsella o en Superviviente designado los periodistas son actores permanentes e influyentes, a quienes los políticos temen, sufren e intentan utilizar en distintas dosis.

En la no ficción pasa lo mismo. Y por eso a veces los gobiernos tienen la tentación de anular a ese actor molesto, demonizarlo y derribarlo del escenario. Si Cristina Kirchner tenía 6,7,8 para la demolición de reputaciones periodísticas, Donald Trump tiene Breitbart News, un sitio digital de donde sacó a una de sus espadas ideológicas principales, Stephen Bannon, y le creó un nuevo puesto en la Casa Blanca, jefe de Estrategia.

Pero los presidentes kirchneristas y Trump, entre otros, no fueron originales. Intentar definir al periodismo profesional como enemigo político es tan viejo como el periodismo profesional. En nuestro país, a esa acusación la podemos rastrear desde fines del siglo XIX, cuando el periodismo comenzó a considerarse una profesión.

El presidente Trump estrenó una retórica enemiga del periodismo que, según dijeron en la última reunión de la Sociedad Interamericana de Prensa, “no tiene precedentes” en ese país, y eso puede influir sobre la protección que los jueces y los funcionarios federales realicen del espíritu de la Primera Enmienda. En nuestra América no nos vamos a asustar por eso. El ranking del agravio contra los periodistas posiblemente lo lidera el ex presidente ecuatoriano Rafael Correa, seguido de cerca por los últimos presidentes venezolanos y argentinos. El nicaragüense Daniel Ortega también está muy activo en la competencia. Y en Bolivia, Evo Morales rotula a los medios como el cartel de la mentira y su gobierno realiza producciones audiovisuales contra ellos. Incluso entre sus seguidores se argumenta que, por ese rol de los medios, habría que hacer otra vez el referéndum electoral que Morales perdió en febrero de 2016, donde se cerró la posibilidad de su reelección. Acabo de regresar de Bolivia y me dijeron que no hay que descartar nada.

Pero lo que ocurra en Estados Unidos es importante para nosotros. Y hoy, en el Día Mundial de la Libertad de Expresión, es bueno recordarlo. La Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos defiende una profesión en el mundo y no solo a los periodistas de ese país. La evolución histórica convirtió a los periodistas de Estados Unidos en la vanguardia profesional.

Hasta hace algunas décadas, el periodismo francés aparecía como un modelo alternativo, pero ya no. El mundo periodístico es unipolar.

En una de las contribuciones al anuario del Comité de Protección de Periodistas, una de las principales organizaciones de defensa de periodistas del mundo, se sugiere que la situación de la prensa en Estados Unidos se puede volver similar a la que sufrió en los estados del sur durante el conflicto por los derechos  civiles de los afroamericanos, cuando una coalición de funcionarios, jueces, policías y ciudadanos acosaba a los medios.

En el contexto internacional, tampoco suma para construir un ambiente más propicio para el periodismo el ascenso de Rusia y China; al menos, la estrella cubana se opaca y el líder regional del progresismo hacia atrás no sigue contribuyendo en el barrio a debilitar los principios democráticos.

Los gobiernos tienen el derecho de cuestionar a los medios y a los periodistas, pero no de agraviarlos ni de tomar represalias contra ellos. Por supuesto, siempre hay que tener en cuenta que la palabra “gubernamental” referida a un medio o a un periodista es estruendosa, puede ser pesada y estigmatizante, y que algunos medios y periodistas pueden razonablemente autocensurarse para evitar una descalificación pública. El respeto institucional exige cuidado en la gestión de esa palabra oficial, para no promover una situación de autocensura que puede restar buena información y opinión al debate público.

El tic habitual de calificar a los medios como “partido de la oposición” es una forma de instalar públicamente una segunda intención en el trabajo periodístico, y por lo tanto restarle credibilidad. Pero esto forma parte de las reglas del juego de la deliberación democrática. El periodismo no puede esperar criticar sin ser criticado. Su salvaguarda es permanecer en el corralito de la profesión.

El periodismo tiene que hacer un trabajo mayor en ser explicativo y reducir al mínimo los adjetivos en sus áreas informativas. No necesitamos una avalancha de adjetivos denigratorios sobre Trump y sus políticas públicas. Se necesitan hechos, explicaciones, contexto, en suma, periodismo. A mí me encanta insultar a la gente que me insulta, pero eso no es periodismo. Como persona me sentiría mejor, pero la vida pública estaría peor. Y no se puede ser al mismo tiempo periodista en la redacción y barrabrava en las redes.

El populismo destruye los matices, el periodismo los recupera. En este contexto, rescatar los matices no es una expresión de tibieza de carácter, sino de plena confianza en la verdad, que es el primer mandato de un periodista. Una práctica habitual de un periodismo polarizado y populista es que se comunica con su audiencia a través de implícitos. No requiere explicar los adjetivos con los que denigra a sus opositores, se dan por explicados, pues nuestro público los aprueba sin cuestionar. La audiencia nos entiende. Eso no hace más que agrandar la fosa con aquellos que están en el bloque opositor, y ratifica su masividad.

Así, a los medios profesionales se les va bloqueando el acceso a los sectores moderados del gobierno y eso arranca una espiral de endogamia que no para de crecer. La grieta no es solo de empatía, sino también de conocimiento. No solo crece el odio mutuo, sino la ignorancia mutua. Y cuesta distinguir quién es más populista, ¿el gobierno o el periodismo? Y esa es la degradación completa del lenguaje democrático, un verdadero laberinto para el ciudadano.

Y si también este se enfervoriza en el populismo –que es lo más frecuente–, ya estamos ante un triángulo de las Bermudas de la verdad, donde el gobierno, los medios y los ciudadanos son todos cómplices de la venta y el consumo masivo de pescado putrefacto.

Como tantas cosas que nos ocurren como sociedad, somos semivíctimas y semivictimarios.

La polarización es funcional a las redacciones feedlot, donde todos –no solo los editores– pasan su día laboral frente a una computadora, tratando de remar las permanentes olas de interés de la audiencia digital. El lugar de un cronista es la calle, su estado es la movilidad. La verdad no llega a las redacciones por arte de magia, hay que salir a buscarla. Si el cronista no sale a la calle, ¿qué lo diferencia de un tuitero?

El periodismo de los Estados Unidos tiene una cultura de la autocrítica que permite ajustar su práctica según las necesidades de la vida pública. Eso no le evita equivocarse, pero el proceso de corrección está siempre en marcha. Al sur del río Bravo, ese proceso está todavía incipiente (…)

 

Cómo está la grieta en el periodismo

Todo el discurso justificador del periodismo esconde una pulsión más básica: la curiosidad de una persona de ver, escuchar, aprehender, observar, en fin, de hacer legible la realidad que lo rodea. Después se puede decir, y es verdad, que también es por la democracia, por la comunidad, por los que no tienen voz, pero en primera instancia es por el placer de hacer periodismo.

Por eso, como dice Edwy Plenel, fundador del gran medio francés Mediapart, “toda visión cínica, pragmática y oportunista del periodismo traiciona el oficio en sí”.

Pero esta pasión tiene énfasis diferentes de acuerdo al momento histórico. El cambio de gobierno de 2015 fue un cambio de régimen en algunas áreas, en especial en el periodismo, cuando salimos de un corset político asfixiante.

Ahora hay que cerrar el tiempo del desprecio, evitar el periodismo de combate y retirar a sus caudillos.

En el siglo XIX, Juan Bautista Alberdi rechazaba esa prensa que “cree que un adjetivo es un argumento y que un ultraje es una razón, que la fuerza del escritor está en el poder del dicterio y cuando más grita más persuade”.

Estamos en un momento alberdiano donde se busca una prensa que ensanche horizontes para sacarnos del laberinto de  nuestra historia reciente, donde todos los caminos son tan conocidos como rechazados.

Por eso es necesario iluminar este momento histórico. Hace cien años se decía en Buenos Aires que una ciudad sin periodismo era como un niño en una pieza oscura. Si se puede sugerir, el énfasis que se necesita hoy es el de hacer a la sociedad más legible, para entender la polarización social remanente. Indagar y bucear en las ideas profundas de las personas, escuchando para llegar a esas creencias sociales. Por eso, para el periodismo el principal problema no son las noticias falsas sino las ideas falsas, que se enraizan en la vida social y bloquean el progreso comunitario.

La encrucijada nacional actual desafía no a un gobierno sino a una clase dirigente, de la que forma parte también el periodismo. Los gobiernos lideran la salida de las crisis, pero son las clases dirigentes las que nos sacan de ellas.

Un problema es el periodista populista, que es un político con micrófono, que explica todo, no aprende nada, y todo lo dice con gran carga moral, repleto de lugares comunes. Pero tiene sus virtudes: es un gran comunicador, percibe las preferencias sociales, y tiene especial fineza para adivinar los tiempos políticos. Es entonces un gran político, un gran comunicador, pero un mal periodista.

El periodismo realmente existente no puede ser un vendaval de opiniones, como si eso fuera una señal de libertad de conciencia. En un contexto autoritario podría serlo, pero ahora la libertad es una oportunidad para mejorar tu opinión, no para decir lo primero que se te ocurre aprovechando el micrófono. La opinión de un periodista no es completamente libre, depende de la información que tenga para fundar lo que dice.

Frente a esta evidente mala praxis, la profesión necesita refundar su autoridad social y para ello tiene que tocar ese núcleo de creencias profundas de las personas, en todos los estratos sociales.

El periodismo suele hablar desde y para la clase media, y en una sociedad latinoamericana eso es hacer solo la mitad del trabajo, pues no podemos contar bien sin abarcar la totalidad social. Y, como decía Albert Camus, “contar mal las cosas es incrementar las desgracias del mundo” (…).

 

Peridismo militante, populista... o profesional

Hasta 1983, nuestro periodismo tuvo tradición de denuncia, no de investigación, como decía el recordado periodista y profesor Martín Malharro. Los medios eran el eco de investigaciones judiciales y políticas más que sus descubridores.

Como excepciones está José Mármol, el creador de Amalia, la primera novela argentina, quien investigó el acuchillamiento en una calle de Montevideo del líder mediático de la oposición a Rosas, y lo publicó en 1849; y José Hernández, el creador del Martín Fierro, quien investigó en 1863 el asesinato del Chacho Peñaloza.

Hubo periódicos de denuncia, como El puente de los suspiros, que publicó en 1878 nombres, incluso dibujos, de los capos rufianes de la trata de mujeres, mientras decía: “Vuestros explotadores no tienen derecho alguno sobre vosotras. Dejad de ser esclavas para ser señoras”. Ese puente existía, ubicado en las actuales Viamonte y Carlos Pellegrini.

En sus estudios, Malharro encontró brotes de investigación en los grandes diarios, como una serie de artículos de enero de 1935 del diario más importante de ese momento, La Prensa, cuyo primer título fue: “En Ciudadela funciona un emporio del juego clandestino cuya existencia es ignorada solamente por las autoridades”. Las investigaciones de la Década Infame, bautizada por  el periodista José Luis Torres, fueron hechas por opositores políticos, no por los medios.

El periodismo de investigación arrancó a fines del siglo XIX en Estados Unidos, sobre todo con periodistas mujeres que escribían en revistas para mujeres. Y en el siglo XX fueron una fuerza decisiva. En El sueño del celta, Mario Vargas Llosa recupera a dos periodistas de investigación reales, que impactaron en mundos tan distintos como el Amazonas y el Congo: ambos creían que “el mundo, la sociedad, la vida, no podían seguir siendo esa vergüenza”.

Hoy los cuadernos de Centeno son cubiertos por tres tribus de periodistas: los profesionales, los populistas y los militantes, incluso a veces en el mismo medio. El militante tira solo para un lado: daña a sus enemigos políticos y nunca a los afines. El periodismo populista, en cambio, está más nutrido con la antipolítica, tiene poco rigor y maximiza el impacto sobre el público: es la indignación banalizada.

Por su parte, los periodistas profesionales son militantes de los valores comunes, como la defensa de la democracia y la lucha contra la corrupción. Así lo dice el artículo 3 del Código de Ética de Fopea, la principal organización del país: “Los valores esenciales de los periodistas que adhieren a este Código son el respeto a los principios de la democracia, la honestidad, el pluralismo y la tolerancia”.

Así, los cuadernos de Centeno navegan en un escenario donde los periodistas profesionales son los que trabajan, pero los populistas y los militantes gestionan el debate. Esto hace que la información fluya de una forma que hace difícil construir una verdad social que pueda reformar nuestra democracia. Pero la Constitución sabe a quién alentar: en su texto solo dos veces se usa la palabra “secreto”, una palabra fuerte en una república que es el gobierno de la luz. Una es cuando se habla del voto secreto, y la otra es el secreto de las fuentes. Así, el diseño de la república liga al voto con el periodismo profesional como uno de sus vínculos sagrados.

Puede ser que las redes sociales expandan más la voz de los periodistas populistas y militantes, pero necesitamos que los profesionales sigan remando. La Constitución lo pide y la sociedad lo necesita (…).

 

Las experiencias del periodismo con la verdad

“La verdad, siempre” es el lema del semanario entrerriano Análisis, quizás el medio argentino que, desde una provincia y en condiciones muy difíciles, más y mejores trabajos realizó de periodismo de investigación en el país en los últimos veinte años. El lema es simple y contundente, pero también sabemos que la verdad es una construcción difícil y precaria, siempre provisoria. Nadie lo sabe mejor que Daniel Enz, editor de Análisis, quien va construyendo sus castillos de indicios con una paciencia y una prolijidad pasmosas.

En esa construcción de la verdad posible, la relación con las fuentes es el cemento. Se narran sospechas, diría el periodista Gerardo “Tato” Young, quien publicó un apasionante libro que se llama Los horribles. De Galimberti a Angelici. Operadores, espías y otras miserias de la política y el periodismo. “La política y los tribunales están repletos de esos hombres y mujeres que comercializan información y conectan gente. Suelen atender en confiterías, en hoteles, incluso en estacionamientos, pero muy rara vez en alguna oficina”, describe el autor. “Estar, ver, oír, compartir, pensar. Es una fuente de información alimentada por otros. De eso se trata todo. Nuestro trabajo y el suyo (las fuentes). Lo que no significa que seamos lo mismo”, explica. “Este tipo de fuentes acepta las citas con los periodistas por dos razones básicas: contar lo que les interesa que se diga y de paso averiguar qué sabemos sobre eso mismo que les preocupa”, aclara Young.

En varios de los más importantes casos del país, desde el atentado a la AMIA a la muerte de Alberto Nisman, el trabajo de los periodistas –dice Young– no era buscar verdades, sino “descartar las farsas que intentaban vendernos”. Y los especialistas en eso eran los agentes de inteligencia. Young eso lo tiene claro dado que reveló en dos de sus libros las prácticas del superagente Antonio Jaime Stiuso. Un periodista no es un hacker, ni un espía, ni un operador, pero merodea la misma ciénaga.

Hubo al menos dos veces en que desde el Estado se investigaron los contenidos de un medio periodístico; en sendas dictaduras.

La primera fue en 1930, cuando el jefe de Orden Político de la Policía Federal de la dictadura del general José Félix Uriburu, Leopoldo Lugones (h), el hijo del gran escritor, interrogó en la cárcel al director del diario Crítica, Natalio Botana. A ese medio, sus críticos lo llamaban “el órgano oficial del hampa”.

Esa dictadura creía que expurgaba al periodismo de un tumor maligno al acusar de crueldad manifiesta a ese periodista y analizar los contenidos de ese medio de comunicación. El segundo caso fue en 1977, cuando el coronel Ramón Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires de la última dictadura, secuestró a Jacobo Timerman y puso a un equipo de funcionarios y analistas de inteligencia a estudiar las ediciones del diario La Opinión.

Así como había hecho Uriburu, ahora Camps también consideraba que estaba dando la batalla decisiva por erradicar la subversión. Tras haber exterminado a la guerrilla, ahora tenía que exterminar las ideas culturales que la provocaron, “el verdadero trasfondo de la publicación a través del análisis de contenido de todos los números de La Opinión”, según Camps.

En esos interrogatorios en los sótanos le preguntaban a Timerman, entre otras cosas, por qué publicaba los pedidos de hábeas corpus. El equipo de Camps asistía al interrogador con un prolijo análisis de contenido de las ediciones del diario.

 

Peridisticidio 

 Ahora ha vuelto la fraseología periodisticida de hablar de “acción psicológica” y de “información ilegal”; pero es imposible que pueda instalarse en los tribunales sin ofender la alta protección constitucional que la profesión tiene. Introducir el delito de acción psicológica en una sociedad abierta debería ser un delito en sí mismo.

Como el periodismo es la “fábrica de fama”, de la que ya hablaba el semanario El Mosquito a fines del siglo XIX, son innumerables las personas e instituciones que quieren influirlo. Por eso, intentar criminalizar la influencia de un medio de comunicación es ridículo. Un medio es un espacio muy diverso de intentos de influencias cruzadas. Y cuanto más pluralista, más cruzadas esas influencias.

La argumentación que usan los críticos que respaldan la judicialización del periodismo profesional utiliza casos como el de Julius Streicher, periodista nazi, condenado en los Juicios de Nuremberg, o el de los periodistas de Ruanda que fogonearon el genocidio desde la Radio de las Mil Colinas, condenados por el Tribunal Penal Internacional. Y la estación final de ese tren de argumentos es el lawfare.

La diferencia esencial es que vivimos en una sociedad democrática. Por supuesto que en nuestra democracia no debe haber carnet de impunidad ni fueros particulares para los medios, pero criminalizar los procesos de persuasión en una democracia es como prohibir hacer pases en el fútbol: son la esencia de las reglas del juego. Y, a pesar de que algunos solo entiendan la política en forma literal como amigo/enemigo, la democracia no es la guerra.

Rafael Bielsa, en su reciente libro, Lawfare. Guerra judicial-mediática. Desde el primer centenario hasta Cristina Fernández de Kirchner, que escribió junto a Pedro Peretti, analiza las guerras mediáticas alrededor del Grito de Alcorta, movimiento fundacional de la organización de los pequeños y medianos arrendatarios rurales, y las enmarca en la franquicia lawfare, buscando dar una perspectiva histórica a las discusiones actuales sobre la relación entre Poder Judicial y medios de comunicación.

El argumento de fondo de Bielsa es que la denuncia de corrupción contra un partido que promueve derechos está pensada para revertir esos derechos. Como si no fuera relevante, no analiza el tema de la corrupción (“ese es otro capítulo, otro libro”, aclara en la página 21). Argumenta que esas denuncias tienen “el sentido político de dañar la imagen de líderes locales que luchan contra las corporaciones y el establishment”.

Es viejo en la historia política utilizar denuncias judiciales para el asesinato reputacional, pero si el argumento del lawfare se consolida, significará un carnet de impunidad para los que malversan dineros públicos levantando las banderas políticas adecuadas.

De alguna forma, el discurso del lawfare está ligado al negacionismo de la corrupción. Igual, hace mucho que estamos en la era de la consonancia corruptiva: si estamos de acuerdo con las políticas de un gobierno, no nos preocupa la corrupción que lo rodea. El lawfare, ahora, cristalizaría esa consonancia corruptiva.

Siempre en nuestra historia democrática hubo redes de influyentes que se coaligaron para falsear los valores ciudadanos. Por eso, el avance que hay que proteger es el de la difícil y lenta profesionalización para que el Poder Judicial construya justicia y el periodismo construya verdad.

La autobiografía de Mahatma Gandhi se llama Historia de mis experiencias con la verdad. Para un periodista ese título es muy apropiado. No hay ninguna palabra que identifique más el objetivo del periodismo que “verdad”, por lo que, si esa palabra se devalúa, en la misma medida se degrada la profesión. Lo mismo ocurre con las experiencias de los jueces con la Justicia.

 

☛ Título Imágenes paganas

☛ Autor  Fernando Ruiz

☛ Editorial Cadal
 

Datos sobre el autor 

Fernando J. Ruiz es investigador especializado en la relación entre periodismo y democracia.

Es profesor a tiempo completo en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral.

Su último libro es Cazadores de noticias. Doscientos años en la vida cotidiana de los que cuentan las noticias.

Es el presidente del Foro de Periodismo Argentino (FOPEA)