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Caso Báez Sosa

Celebración del castigo

No debiera haber nunca lugar para el regocijo por ningún destino desgraciado, para nadie, nunca, en ningún caso. Eso no es Justicia.

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Sentencia. A partir de ahora, ocho jóvenes, y ocho familias, vivirán una vida teñida de angustia por su crimen. | cedoc

El lunes 6 de febrero, miles de argentinos se despertaron ansiando la llegada del momento por el que esperaron tanto tiempo, el de la sentencia por el crimen del joven Fernando Baéz Sosa a manos de un grupo también de jóvenes como él. Durante días y meses los medios, casi sin excepción, pusieron su mirada en el caso ayudando a construir una condena que finalmente fue la enunciada por el tribunal a la hora establecida.

Y las redes sociales y los comunicadores, en su gran mayoría, se volcaron como un ejército a celebrar el triunfo por el dictamen de cadena perpetua, como si esa sentencia hubiera sido la única que podía aplicarse a este caso y ninguna otra. Una celebración acompañada por expresiones extremas hacia los condenados como si el dictamen no fuera suficiente si no llega a cumplirse con la dosis necesaria e infinita de sufrimiento.

Lo cierto es que este caso encarna, como tantos otros, una tragedia social de dimensiones que se derraman hacia un lado y el otro de la escena del crimen: de un lado los padres que han visto morir a su único hijo de un modo salvaje y cruel, del otro, ocho jóvenes y ocho familias para las cuales, a partir de este momento, todo se teñirá de angustia. ¿Quién puede celebrar alegremente la condena a cadena perpetua, el ver sentenciado a su semejante a vivir en la oscuridad y el encierro por el resto de su vida? ¿De qué está echa el alma de quien se regocija por el castigo y la humillación que habrá de padecer el condenado una vez que ingrese en prisión? ¿Confesar que podemos llegar a compadecernos por ese destino trágico, nos vuelve necesariamente cómplices morales del crimen?

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Frente a un hecho brutal como el que le costó la vida a Fernando Baéz Sosa solo existe una sola posibilidad de reclamo, el de que la Justicia dicte con ecuanimidad su sentencia, el de que no haya impunidad, como ante cualquier otro crimen. Todo lo demás, la celebración, el regocijo, la humillación pública de los condenados, su calificación de monstruos o detritus, el deseo de que sus vidas sean a partir de ahora vividas en el peor de los inframundos no hace más que revelar una dimensión de desprecio por la dignidad humana de quien lo enuncia semejante a la de quienes cometieron el crimen.

Vivimos en sociedades violentas. Una de las maneras de conjurar esa violencia es exigir el imperio de la Justicia, si a ese reclamo le añadimos el deseo de venganza, nuestro justo reclamo se degrada y se envilece. La muerte violenta es o debería ser un escándalo, siempre. No debiéramos naturalizarla, nunca, y estamos éticamente obligados a trabajar sin descanso por expulsarla de nuestro entorno, acotando la posibilidad de que ella muestre su rostro entre nosotros. Algo diferente es el ensañamiento sobre el cuerpo de los vencidos, el descargar sobre ellos nuestra impotencia social, nuestras frustraciones, haciendo de esos cuerpos, de esas vidas, el territorio único donde supuestamente se expresaría el mal absoluto.

Pero no es esta la respuesta que da siempre la especie humana. El escritor Emanuele Carrere se dedicó a cubrir el juicio que tuvo lugar en París por el atentado terrorista en el bar Bataclan donde decenas de jóvenes murieron ametrallados. En una sesión de ese juicio debió comparecer Azdyne Amimour, padre del terrorista que cometió esa barbarie, un hombre vencido moralmente por su conciencia de ser el padre de un asesino. Cuenta luego Carrere una escena que para muchos puede resultar insoportable, y es que tiempo después, Georges Salines, cuya hija Lola fue asesinada en el Bataclan, recibió del padre del terrorista una carta que decía: “Quiero hablar con usted de este trágico suceso porque yo también me siento una víctima a causa de mi hijo”. Dice Carrere que esa petición dejó perplejo al padre de la joven asesinada, pero que finalmente aceptó recibirlo y que desde entonces comenzaron a entablar un diálogo que se tradujo finalmente en un libro. Dice Carrere que al leer ese diálogo uno se pregunta: “¿no es todavía más terrible tener un hijo asesino que una hija asesinada?” Carrere no responde, deja abierta la interrogación, la arroja provocativamente a los lectores, sabiendo que no hay una única respuesta a esa pregunta inquietante que hace centro en esa tragedia humana que atraviesa el corazón de esos dos padres y que no se resuelve en la mera idea de castigo, porque siempre puede haber algo más que nos ayude a enfrentar lo irreparable.

Debemos saberlo, la muerte violenta astilla y pulveriza el ideal de convivencia. Cada vez que ocurre nos hace retroceder en aquello que la especie a duras penas ha aprendido a lo largo de la historia, devolviéndonos a esa escena mítica y primordial en la que Caín arrebata la vida de su propio hermano Abel. 

La muerte violenta se lleva consigo la vida del asesinado pero la del asesino queda marcada, empobrecida y envilecida para siempre por haber roto con su acto el pacto esencial que implica vivir juntos.

Ya la sentencia ha sido dictada, ya los responsables del crimen han escuchado de la voz del Tribunal, su condena, y sus padres saben, aunque se resistan a aceptarlo, que a partir de ahora nada, absolutamente nada volverá a ser lo mismo, que sus vidas habrán de quedar atrapadas como en una siniestra telaraña por la memoria del crimen cometido por sus hijos. ¿Qué más condena que esa, qué más sufrimiento puede deseárseles que esa atroz evidencia, que esa memoria oscura que acicateará sus sueños de aquí hasta el fin de sus días?

No debiera haber nunca lugar para el regocijo por ningún destino desgraciado, para nadie, nunca, en ningún caso.

Porque si hay regocijo, hay deseo de venganza. Y la venganza, lo sabemos,  nada  tiene que ver, absolutamente nada, con el justo y necesario reclamo de Justicia.

 

*Profesor en Letras por la UNR, donde dicta anualmente el Seminario sobre Memoria y Derechos Humanos.  

Director del Museo Internacional para la Democracia y Consejero Académico de Cadal.