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Los centros de estudiantes no se sujetan a normas y destruyen sus derechos
(TN) Si para los sindicatos de trabajadores existe una reglamentación que permite distinguir entre medidas de fuerza legales e ilegales, ¿cómo puede ser que no exista nada parecido para los estudiantes? Y lo más importante, ¿no se dan cuenta ni en la dirección de las escuelas y facultades ni en los propios centros de estudiantes que eso pone a todos a merced de acciones violentas, los debilita, anula sus respectivos derechos, no los hace más libres sino al contrario?Por Marcos Novaro
(TN) Las tomas de facultades, igual que meses atrás las de colegios secundarios, generaron un intenso debate respecto a la legitimidad de ese método de lucha. A veces dicho debate dirime la cuestión remitiendo al contexto o a la relevancia de las demandas que están en juego. Pero, como esas son cuestiones opinables, es natural que no haya acuerdo posible. Para los que quieren las tomas, el contexto siempre será oportuno porque el Gobierno es terriblemente malo, las autoridades educativas no les dieron bolilla o cosas por el estilo. En cambio, para los demás, sucederá lo contrario.
Los estudiantes, incluso si son menores de edad, tienen derecho a ser escuchados, a protestar y manifestarse. Una ley dictada en 2013 (la 26877, luego replicada, con variaciones, en muchas provincias) así lo indica. Pero dado que episodios como las tomas se repiten y se vuelven más prolongadas, es evidente que ese derecho no encuentra un punto de equilibrio con la autoridad de las instituciones en que se ejerce.
Es más, el llamado “movimiento estudiantil” se vuelve frecuentemente tan anómico y caótico, que es dudoso que alguien sea capaz de ejercer algún derecho efectivo en su seno: suele descomponerse en facciones que chocan entre sí en disputas desgastantes en las que todos terminan por actuar como grupos de choque: los que “manejan” las asambleas, los que controlan los centros de estudiantes, o los negocios de fotocopias, o colonizan alguna oficina burocrática con ayuda de las autoridades educativas (que se hacen así de su grupo de choque amigo).
Una vez adueñados del espacio no saben qué hacer con él, y los grupos estudiantiles se vuelven enemigos unos de otros. Mientras que las autoridades, sumidas en su propia impotencia, terminan por esperar que consuman sus energías y se cansen de sus propias trifulcas para poder volver a trabajar “normalmente”, “como si nada hubiera sucedido” y vuelta a empezar hasta el siguiente conflicto.
Sin reglas que impongan obligaciones y límites a los centros de estudiantes, y protejan la autoridad institucional, esto no va a dejar de suceder, una y otra vez. La ley mencionada de 2013 habla de promover la formación de esos centros, da por descontada su importancia para la democracia y la calidad de la educación, pero no es para nada específica respecto a cómo deben funcionar para que cumplan efectivamente esas funciones, qué cosas pueden y qué no pueden hacer. Tampoco cómo proceder para que la toma de decisiones en su seno sea representativa y sobre todo respetuosa de las pautas mínimas de funcionamiento de las instituciones en que actúan.
Por el contrario, dice tan solo que deben “implementar instancias de deliberación en la toma de decisiones”, pero eso puede significar cualquier cosa como las típicas asambleas amañadas que votan en horario de trasnoche, por ejemplo. No habla en ningún momento de la relación con las autoridades ni de los mecanismos para gestionar reclamos.
Marcos NovaroConsejero AcadémicoEs licenciado en Sociología y doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Actualmente es director del Programa de Historia Política del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la UBA, del Archivo de Historia Oral de la misma universidad y del Centro de Investigaciones Políticas. Es profesor titular de la materia “Teoría Política Contemporánea” en la Carrera de Ciencia política y columnista de actualidad en TN. Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas nacionales y extranjeras. Entre sus libros más recientes se encuentran “Historia de la Argentina 1955/2010” (Editorial Siglo XXI, 2010) y "Dinero y poder, la difícil relación entre empresarios y políticos en Argentina" (Editorial Edhasa, Buenos Aires, 2019).
(TN) Las tomas de facultades, igual que meses atrás las de colegios secundarios, generaron un intenso debate respecto a la legitimidad de ese método de lucha. A veces dicho debate dirime la cuestión remitiendo al contexto o a la relevancia de las demandas que están en juego. Pero, como esas son cuestiones opinables, es natural que no haya acuerdo posible. Para los que quieren las tomas, el contexto siempre será oportuno porque el Gobierno es terriblemente malo, las autoridades educativas no les dieron bolilla o cosas por el estilo. En cambio, para los demás, sucederá lo contrario.
Los estudiantes, incluso si son menores de edad, tienen derecho a ser escuchados, a protestar y manifestarse. Una ley dictada en 2013 (la 26877, luego replicada, con variaciones, en muchas provincias) así lo indica. Pero dado que episodios como las tomas se repiten y se vuelven más prolongadas, es evidente que ese derecho no encuentra un punto de equilibrio con la autoridad de las instituciones en que se ejerce.
Es más, el llamado “movimiento estudiantil” se vuelve frecuentemente tan anómico y caótico, que es dudoso que alguien sea capaz de ejercer algún derecho efectivo en su seno: suele descomponerse en facciones que chocan entre sí en disputas desgastantes en las que todos terminan por actuar como grupos de choque: los que “manejan” las asambleas, los que controlan los centros de estudiantes, o los negocios de fotocopias, o colonizan alguna oficina burocrática con ayuda de las autoridades educativas (que se hacen así de su grupo de choque amigo).
Una vez adueñados del espacio no saben qué hacer con él, y los grupos estudiantiles se vuelven enemigos unos de otros. Mientras que las autoridades, sumidas en su propia impotencia, terminan por esperar que consuman sus energías y se cansen de sus propias trifulcas para poder volver a trabajar “normalmente”, “como si nada hubiera sucedido” y vuelta a empezar hasta el siguiente conflicto.
Sin reglas que impongan obligaciones y límites a los centros de estudiantes, y protejan la autoridad institucional, esto no va a dejar de suceder, una y otra vez. La ley mencionada de 2013 habla de promover la formación de esos centros, da por descontada su importancia para la democracia y la calidad de la educación, pero no es para nada específica respecto a cómo deben funcionar para que cumplan efectivamente esas funciones, qué cosas pueden y qué no pueden hacer. Tampoco cómo proceder para que la toma de decisiones en su seno sea representativa y sobre todo respetuosa de las pautas mínimas de funcionamiento de las instituciones en que actúan.
Por el contrario, dice tan solo que deben “implementar instancias de deliberación en la toma de decisiones”, pero eso puede significar cualquier cosa como las típicas asambleas amañadas que votan en horario de trasnoche, por ejemplo. No habla en ningún momento de la relación con las autoridades ni de los mecanismos para gestionar reclamos.
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