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Alberto Fernández apuesta al colapso y Mauricio Macri, a «acelerar por este camino»: ¿Qué es peor?
(TN) El candidato K insiste con la corrida: ahora pronosticó un dólar a $57 a fin de año. ¿Qué conviene, estabilizar después de una nueva crisis, agilizar un paquete de reformas o volver a confiar en el gradualismo?Por Marcos Novaro
(TN) No es cierto que en esta campaña no esté en discusión ningún programa ni propuesta. Tampoco que haya que elegir entre dos modelos de país, o entre el futuro y el pasado. Hay dos estrategias en pugna y bien a la vista. Sólo hay que saber escucharlas.
Alberto Fernández sabe que le conviene una nueva corrida detrás del dólar. No solo para librarse de sus contendientes, recuperando la ventaja perdida en los últimos meses frente al oficialismo, sino para librarse también de sus aliados, que de otro modo le reclamarían en cuanto asuma que cumpla con lo que prometió, reparta plata, baje la inflación y reduzca las tasas de interés y demás costos, todo al mismo tiempo. Algo que sabe, sin una crisis en el medio, sería imposible hacer.
El economista ortodoxo Guillermo Calvo acaba de reflotar la versión "académica" de esa forma de actuar, aludiendo a los obstáculos políticos que existen en la Argentina para reparar nuestro habitual desorden económico sin que medie un colapso.
Como los poderes de veto, es decir los grupos organizados que defienden el statu quo (sindicatos, corporaciones empresarias, clase política, etcétera), son en general más fuertes que los que promueven los cambios (cada tanto la opinión pública, algún líder suelto que está obligado a hacer las cuentas y actuar en consecuencia, empresarios sueltos o alguna representación empresaria más política que gremial, algunos técnicos que entienden las cuentas que hace aquel líder), es preciso una crisis que debilite esos poderes, y desarme sus bloqueos, para que los cambios se impongan.
Esa tesitura parece validada por la experiencia de los noventa: sin la hiperinflación no hubiera sido posible que Menem reuniera los apoyos políticos, empresarios y hasta gremiales que necesitaba para hacer sus reformas. En el mismo sentido actúa la crisis de la convertibilidad: sin los 20 puntos de desempleo y 45 de pobreza que arrojó su colapso, recordemos, fue imposible hacer el ajuste necesario para que la economía no siguiera atada a un endeudamiento cada vez más asfixiante.
El argumento es sugerente, aunque históricamente discutible. Para empezar, porque ninguno de los dos procesos de cambio aludidos, ni el iniciado en 1989 ni el que arrancó en 2002, terminó bien, y no tiene sentido adjudicarlo a gobernantes insuficientemente imbuidos de las ideas de los Calvos de este mundo, o a los azares de las coyunturas. Lo que se gestó en el inicio de esos procesos estaba ya mal dispuesto y con el tiempo esos defectos fueron empeorando en vez de corregirse.
Los gradualistas justamente se hacen fuertes en este punto: las crisis no debilitan del todo ni en forma pareja a los defensores del statu quo, algunos de ellos incluso pueden resultar fortalecidos porque sus recursos son muy resistentes a los rigores de la tempestad. Eso fue lo que sucedió con los empresarios prebendarios y con los gobernadores de provincias periféricas, dos de los actores más complicados a la hora de componer coaliciones reformistas o modernizadoras, en las dos ocasiones mencionadas.
Con el tiempo ellos ayudaron a reflotar el poder de veto de socios debilitados por las crisis, como la dirigencia sindical y las burocracias estatales. De allí que se fueran acumulando inconsistencias una vez que los cambios, alentados en el inicio por la emergencia, perdieran impulso. En la primera ocasión vía la acumulación de deudas y la conversión de una coalición inicialmente reformista en una cada vez más conservadora. Y en la segunda, por la reinstauración de la economía intervenida y cerrada, y la radicalización populista y antiempresaria.
¿Qué sugieren entonces los gradualistas? No apostar a un estallido salvador que remueva los obstáculos, si no a negociar con quienes los imponen. Esta fue, finalmente, la experiencia en los mejores años y con las mejores leyes de los noventa, no todas las privatizaciones sino las que se hicieron después de 1991, no todas las medidas de ordenamiento de las cuentas públicas y estabilización monetaria, no claramente la convertibilidad, sino las que le siguieron y mejoraron el financiamiento del Estado y ordenaron la administración pública.
El problema que enfrentamos en estos días, y que enfrentan en particular Macri y su gente, es que el gradualismo perdió buena parte de su crédito con la crisis de 2018. De allí que en el ánimo de quienes resisten la apuesta por el colapso, por la simple razón de que esta vez los contaría entre sus víctimas, se está imponiendo una idea no muy distinta a la de Calvo: la de generar tras las elecciones, en caso de ganar, un "como si"; provocar un terremoto con un paquete de medidas inapelables y radicales, que se juegue a suerte o verdad y produzca un vuelco definitivo en la situación reinante.
Un nuevo gobierno en minoría, por tanto forzado a negociar, que pretenda "acelerar" con un paquete de estas características podría desatar una nueva frustración, por las razones opuestas a las que llevaron al (parcial) fracaso al gradualismo de su primer intento. El problema no es solo que los políticos convenzan a los economistas ortodoxos de la gestión de la necesidad de negociar, sino que los convenzan a ellos y al presidente de concebir y poner en marcha un plan, en vez de un manotazo.
Mientras tanto, los votantes tendremos que elegir no entre el pasado y el futuro, sino más bien entre el desorden que anticipan y promueven los Fernández, que tiene chances de ser esta vez más extenso que los dos años que le llevó a Menem calmar las aguas que él mismo había hecho tanto por agitar (a un presidente vicario de dudosa legitimidad le resultaría obviamente más difícil que al riojano lidiar con los Máximo, los Kicillof y los Moyano que vuelven a acompañar la patriada), y el Macri recargado que anuncian los spots oficiales. Por momentos parece que consistiría más que nada en una insistencia, la del voluntarismo y el optimismo regenerativo, pues no se habría advertido lo mucho que estos hicieron por complicar las cosas en la gestión que está concluyendo.
El próximo domingo cada quien empezará a elegir, porque también la elección será por suerte "gradual", los riesgos que prefiere correr.
Marcos NovaroConsejero AcadémicoEs licenciado en Sociología y doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Actualmente es director del Programa de Historia Política del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la UBA, del Archivo de Historia Oral de la misma universidad y del Centro de Investigaciones Políticas. Es profesor titular de la materia “Teoría Política Contemporánea” en la Carrera de Ciencia política y columnista de actualidad en TN. Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas nacionales y extranjeras. Entre sus libros más recientes se encuentran “Historia de la Argentina 1955/2010” (Editorial Siglo XXI, 2010) y "Dinero y poder, la difícil relación entre empresarios y políticos en Argentina" (Editorial Edhasa, Buenos Aires, 2019).
(TN) No es cierto que en esta campaña no esté en discusión ningún programa ni propuesta. Tampoco que haya que elegir entre dos modelos de país, o entre el futuro y el pasado. Hay dos estrategias en pugna y bien a la vista. Sólo hay que saber escucharlas.
Alberto Fernández sabe que le conviene una nueva corrida detrás del dólar. No solo para librarse de sus contendientes, recuperando la ventaja perdida en los últimos meses frente al oficialismo, sino para librarse también de sus aliados, que de otro modo le reclamarían en cuanto asuma que cumpla con lo que prometió, reparta plata, baje la inflación y reduzca las tasas de interés y demás costos, todo al mismo tiempo. Algo que sabe, sin una crisis en el medio, sería imposible hacer.
El economista ortodoxo Guillermo Calvo acaba de reflotar la versión "académica" de esa forma de actuar, aludiendo a los obstáculos políticos que existen en la Argentina para reparar nuestro habitual desorden económico sin que medie un colapso.
Como los poderes de veto, es decir los grupos organizados que defienden el statu quo (sindicatos, corporaciones empresarias, clase política, etcétera), son en general más fuertes que los que promueven los cambios (cada tanto la opinión pública, algún líder suelto que está obligado a hacer las cuentas y actuar en consecuencia, empresarios sueltos o alguna representación empresaria más política que gremial, algunos técnicos que entienden las cuentas que hace aquel líder), es preciso una crisis que debilite esos poderes, y desarme sus bloqueos, para que los cambios se impongan.
Esa tesitura parece validada por la experiencia de los noventa: sin la hiperinflación no hubiera sido posible que Menem reuniera los apoyos políticos, empresarios y hasta gremiales que necesitaba para hacer sus reformas. En el mismo sentido actúa la crisis de la convertibilidad: sin los 20 puntos de desempleo y 45 de pobreza que arrojó su colapso, recordemos, fue imposible hacer el ajuste necesario para que la economía no siguiera atada a un endeudamiento cada vez más asfixiante.
El argumento es sugerente, aunque históricamente discutible. Para empezar, porque ninguno de los dos procesos de cambio aludidos, ni el iniciado en 1989 ni el que arrancó en 2002, terminó bien, y no tiene sentido adjudicarlo a gobernantes insuficientemente imbuidos de las ideas de los Calvos de este mundo, o a los azares de las coyunturas. Lo que se gestó en el inicio de esos procesos estaba ya mal dispuesto y con el tiempo esos defectos fueron empeorando en vez de corregirse.
Los gradualistas justamente se hacen fuertes en este punto: las crisis no debilitan del todo ni en forma pareja a los defensores del statu quo, algunos de ellos incluso pueden resultar fortalecidos porque sus recursos son muy resistentes a los rigores de la tempestad. Eso fue lo que sucedió con los empresarios prebendarios y con los gobernadores de provincias periféricas, dos de los actores más complicados a la hora de componer coaliciones reformistas o modernizadoras, en las dos ocasiones mencionadas.
Con el tiempo ellos ayudaron a reflotar el poder de veto de socios debilitados por las crisis, como la dirigencia sindical y las burocracias estatales. De allí que se fueran acumulando inconsistencias una vez que los cambios, alentados en el inicio por la emergencia, perdieran impulso. En la primera ocasión vía la acumulación de deudas y la conversión de una coalición inicialmente reformista en una cada vez más conservadora. Y en la segunda, por la reinstauración de la economía intervenida y cerrada, y la radicalización populista y antiempresaria.
¿Qué sugieren entonces los gradualistas? No apostar a un estallido salvador que remueva los obstáculos, si no a negociar con quienes los imponen. Esta fue, finalmente, la experiencia en los mejores años y con las mejores leyes de los noventa, no todas las privatizaciones sino las que se hicieron después de 1991, no todas las medidas de ordenamiento de las cuentas públicas y estabilización monetaria, no claramente la convertibilidad, sino las que le siguieron y mejoraron el financiamiento del Estado y ordenaron la administración pública.
El problema que enfrentamos en estos días, y que enfrentan en particular Macri y su gente, es que el gradualismo perdió buena parte de su crédito con la crisis de 2018. De allí que en el ánimo de quienes resisten la apuesta por el colapso, por la simple razón de que esta vez los contaría entre sus víctimas, se está imponiendo una idea no muy distinta a la de Calvo: la de generar tras las elecciones, en caso de ganar, un "como si"; provocar un terremoto con un paquete de medidas inapelables y radicales, que se juegue a suerte o verdad y produzca un vuelco definitivo en la situación reinante.
Un nuevo gobierno en minoría, por tanto forzado a negociar, que pretenda "acelerar" con un paquete de estas características podría desatar una nueva frustración, por las razones opuestas a las que llevaron al (parcial) fracaso al gradualismo de su primer intento. El problema no es solo que los políticos convenzan a los economistas ortodoxos de la gestión de la necesidad de negociar, sino que los convenzan a ellos y al presidente de concebir y poner en marcha un plan, en vez de un manotazo.
Mientras tanto, los votantes tendremos que elegir no entre el pasado y el futuro, sino más bien entre el desorden que anticipan y promueven los Fernández, que tiene chances de ser esta vez más extenso que los dos años que le llevó a Menem calmar las aguas que él mismo había hecho tanto por agitar (a un presidente vicario de dudosa legitimidad le resultaría obviamente más difícil que al riojano lidiar con los Máximo, los Kicillof y los Moyano que vuelven a acompañar la patriada), y el Macri recargado que anuncian los spots oficiales. Por momentos parece que consistiría más que nada en una insistencia, la del voluntarismo y el optimismo regenerativo, pues no se habría advertido lo mucho que estos hicieron por complicar las cosas en la gestión que está concluyendo.
El próximo domingo cada quien empezará a elegir, porque también la elección será por suerte "gradual", los riesgos que prefiere correr.
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