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Análisis Sínico
Definir a China: ¿es un régimen totalitario?
Tomando prestado el concepto de «adaptación», propuesto por el académico David Shambaugh hace más de una década en su estudio sobre el PCCh, se puede concluir que el régimen actual de Xi Jinping, aunque muy rígido e inflexible, no ha perdido completamente su capacidad de adaptación. No es fácil predecir lo poderosa que será esta nueva forma de totalitarismo.Por Isolda Morillo Cabrera
El panorama es este: mientras algunos observadores sostienen que el régimen actual de China es totalitario, así, sin más, otros afirman que se trata de un nuevo totalitarismo con el que la humanidad no se ha topado todavía. Un totalitarismo que muestra flexibilidad y adaptabilidad en lugar de rigidez absoluta, de ahí que hablen de «totalitarismo receptivo», o «adaptativo».
Otros califican a China como «autoritario», «régimen comunista» o «dictadura», mientras los más críticos no dudan en llamarlo «fascista». El debate en curso muestra las dificultades para definir a un país que es la segunda economía del mundo, una nación en torno a la cual se están redefiniendo conceptos –incluidos «democracia», «derechos humanos» o «sociedad civil», entre otros– que hasta no hace mucho parecían inconfundibles.
Por definición, un sistema autoritario es aquel que gobierna imponiendo su poder sobre la base del abuso de su autoridad y el despotismo, mientras que un régimen totalitario lo hace ejerciendo un poder político amplio, total, sometiendo bajo su dominio, por diversos métodos represivos, a todos los ámbitos sociales sean de las esferas privada o pública. Su signo es la absoluta falta de libertad.
Durante la era de Mao Zedong (1949-1976), los autores occidentales describían a China como un estado totalitario, la izquierda veía con benevolencia el nacimiento de esta nueva nación y aceptaba el término de dictadura, pero del proletariado. Hasta las políticas de reforma adoptadas por Deng Xiaoping en 1978, tras la Revolución Cultural, el Partido Comunista chino (PCCh) defendía el ideal maoísta de la revolución mundial.
Hoy, el PCCh ha dejado atrás aquellos compromisos ideológicos. Y se ha centrado en políticas nacionalistas y en la apertura económica de la mano de su capitalismo de Estado y de su socialismo de características chinas. Desde su ascenso al poder en 2012, el «pensamiento Xi Jinping» es la nueva doctrina oficial del régimen, en la que el PCCh ha vuelto a estrechar su control y «lo dirige todo». Tras abolir el límite de los dos mandatos, Xi podría convertirse en presidente vitalicio para cumplir su promesa del «rejuvenecimiento», la «reunificación nacional» y la realización del «Sueño Chino».
Apela así al sentimiento nacionalista para corregir una anomalía histórica. Esta anomalía, que la propaganda oficial china presenta como el «siglo de la humillación», tiene sus raíces en la primera Guerra del Opio (1839-1842) y marcó el inicio de un siglo de derrotas militares ante Occidente y Japón, tratados desiguales, concesiones territoriales y malestar social que culminó con la caída de la dinastía Qing. Así, la base del nacionalismo actual tiene como objetivo el restablecimiento del país como potencia mundial y zanjar de una vez por todas la herida de la humillación del pasado.
Se han trazado muchos paralelismos entre Xi Jinping y Mao Zedong, y a pesar de los análisis que ven similitudes en el poder absoluto y omnímodo de ambos, esta comparación no es del todo acertada. Xi Jinping toma las riendas del PCCh en un momento tumultuoso dentro de sus filas. En los años anteriores a la llegada de Xi al poder, en 2012, las distintas estirpes del PCCh que desde 1978 habían compartido el poder en el seno del Comité Central del Politburó, se enfrascaron en luchas fratricidas.
Consciente de que las guerras internas amenazaban la estabilidad del régimen, Xi lanzó purgas disfrazadas de campañas anticorrupción para apartarlas de las altas esferas del partido y concentrarse así en su promesa de construir el «Sueño Chino». De ese modo, la aparición de un «hombre fuerte» para dirigir el país surge de la necesidad de unidad del partido, de estabilidad política, del reto de resolver las contradicciones internas de su sociedad y de hacer frente a los crecientes desafíos externos, entre ellos, su rivalidad con Estados Unidos.
Por lo tanto, la eliminación de la «pluralidad política» en la cúpula del PCCh y el creciente control sobre la sociedad china responde a las necesidades de una época mucho más compleja que la de Mao o de la Guerra Fría. Ahora, Xi Jinping tiene ante sí enormes desafíos, y uno de los fundamentales reside en las contradicciones existentes en su país. Aunque el PCCh goza de cierta legitimidad por el desarrollo económico de las últimas décadas y el cumplimiento de ciertas tareas históricas, sigue siendo muy cuestionado y desafiado por una sociedad que tiene renovadas necesidades en cuanto a libertades políticas e intelectuales, inherentes a una creciente clase media de 400 millones de personas –un tercio de su población– y a un sector privado que representa casi la mitad de su economía.
Por ello, el PCCh reprime la crítica política y la disidencia en nombre de la estabilidad política y la armonía social, nociones que se presentan como la garantía para el cumplimiento del contrato social entre el partido y el pueblo. En este contexto, lo que hace inmensamente impopular al régimen de Xi es que no sólo ha purgado a los oponentes políticos dentro del partido, sino que también ha reprimido brutalmente a cualquier brote de disidencia.
Desde que Xi asumió el poder, el número de defensores de los derechos humanos, disidentes y voces críticas, incluidos abogados y activistas, que han sido detenidos y condenados a prisión ha superado con creces el de los dos lideres precedentes, Hu Jintao, y Jiang Zemin. Estas políticas represivas han logrado contener, en gran medida, las voces disidentes en China. Se visualiza así una población que tiene reivindicaciones legítimas y que eventualmente podría sublevarse, con un Estado y un partido que trata de ejercer un control total sobre todos los aspectos de la sociedad.
Cuando uno visita China y habla con su gente, reconoce fácilmente la dicotomía de este sistema. Imperan y predominan un gobierno de un solo partido, la utilización de la propaganda, el culto a la personalidad, la censura y la vigilancia masivas, por un lado; y son también visibles millones de personas que reclaman más libertades individuales y una sociedad más justa. Tras más de 70 años en el poder, el PCCh ha creado un sistema híbrido y complejo, en el que se mezclan etapas de mayor apertura con un estricto control político, en las que diferentes regiones disfrutan de distintos grados de libertad, en las que ciertos grupos de la población están más controlados que otros.
Es el caso de la represión hacia las minorías étnicas, de manera más marcada hacia los tibetanos y uigures. Un gobierno que controla los medios de comunicación, practica la censura, donde los periodistas y activistas que critican al gobierno acaban siendo encarcelados o silenciados; un sistema que utiliza las tecnologías más avanzadas para vigilar los movimientos de sus ciudadanos, restringe la actividad en Internet; donde no hay debate público, ni competencia política libre y abierta, nos hace comprender que estamos ante un régimen altamente totalitario.
Por todo ello, el chino es sin duda uno de los regímenes totalitarios de la historia, pero no tanto por su intensidad totalitaria, pues no tiene nada que envidiar a sus predecesores Mao y Stalin, como por su eficacia. Con la ayuda de la alta tecnología y el control digital, ha implantado la más estricta vigilancia de las masas y supone una amenaza eficaz para cualquier fuerza que intente desafiarle.
Pero es importante reconocer el grado de complejidad en la naturaleza del régimen totalitario de Xi Jinping, y de la China actual. Tomando prestado el concepto de «adaptación», propuesto por el académico David Shambaugh hace más de una década en su estudio sobre el PCCh, se puede concluir que el régimen actual de Xi Jinping, aunque muy rígido e inflexible, no ha perdido completamente su capacidad de adaptación. No es fácil predecir lo poderosa que será esta nueva forma de totalitarismo, pero dada su actual fortaleza y la aceptación de Xi dentro del partido, es probable que se consolide del todo.
Isolda Morillo CabreraPeriodista, traductora, escritora e investigadora independiente especializada en la China contemporánea. Vivió en China durante casi 20 años, donde trabajó como periodista para medios como Associated Press y TVE. También desempeñó el cargo de analista de mercado para la oficina comercial de la Embajada de España en Pekín. Ha producido varios relatos de ficción en chino y se la considera una de las primeras latinoamericanas en escribir en este idioma. Colaboradora del proyecto Análisis Sínico en www.cadal.org
El panorama es este: mientras algunos observadores sostienen que el régimen actual de China es totalitario, así, sin más, otros afirman que se trata de un nuevo totalitarismo con el que la humanidad no se ha topado todavía. Un totalitarismo que muestra flexibilidad y adaptabilidad en lugar de rigidez absoluta, de ahí que hablen de «totalitarismo receptivo», o «adaptativo».
Otros califican a China como «autoritario», «régimen comunista» o «dictadura», mientras los más críticos no dudan en llamarlo «fascista». El debate en curso muestra las dificultades para definir a un país que es la segunda economía del mundo, una nación en torno a la cual se están redefiniendo conceptos –incluidos «democracia», «derechos humanos» o «sociedad civil», entre otros– que hasta no hace mucho parecían inconfundibles.
Por definición, un sistema autoritario es aquel que gobierna imponiendo su poder sobre la base del abuso de su autoridad y el despotismo, mientras que un régimen totalitario lo hace ejerciendo un poder político amplio, total, sometiendo bajo su dominio, por diversos métodos represivos, a todos los ámbitos sociales sean de las esferas privada o pública. Su signo es la absoluta falta de libertad.
Durante la era de Mao Zedong (1949-1976), los autores occidentales describían a China como un estado totalitario, la izquierda veía con benevolencia el nacimiento de esta nueva nación y aceptaba el término de dictadura, pero del proletariado. Hasta las políticas de reforma adoptadas por Deng Xiaoping en 1978, tras la Revolución Cultural, el Partido Comunista chino (PCCh) defendía el ideal maoísta de la revolución mundial.
Hoy, el PCCh ha dejado atrás aquellos compromisos ideológicos. Y se ha centrado en políticas nacionalistas y en la apertura económica de la mano de su capitalismo de Estado y de su socialismo de características chinas. Desde su ascenso al poder en 2012, el «pensamiento Xi Jinping» es la nueva doctrina oficial del régimen, en la que el PCCh ha vuelto a estrechar su control y «lo dirige todo». Tras abolir el límite de los dos mandatos, Xi podría convertirse en presidente vitalicio para cumplir su promesa del «rejuvenecimiento», la «reunificación nacional» y la realización del «Sueño Chino».
Apela así al sentimiento nacionalista para corregir una anomalía histórica. Esta anomalía, que la propaganda oficial china presenta como el «siglo de la humillación», tiene sus raíces en la primera Guerra del Opio (1839-1842) y marcó el inicio de un siglo de derrotas militares ante Occidente y Japón, tratados desiguales, concesiones territoriales y malestar social que culminó con la caída de la dinastía Qing. Así, la base del nacionalismo actual tiene como objetivo el restablecimiento del país como potencia mundial y zanjar de una vez por todas la herida de la humillación del pasado.
Se han trazado muchos paralelismos entre Xi Jinping y Mao Zedong, y a pesar de los análisis que ven similitudes en el poder absoluto y omnímodo de ambos, esta comparación no es del todo acertada. Xi Jinping toma las riendas del PCCh en un momento tumultuoso dentro de sus filas. En los años anteriores a la llegada de Xi al poder, en 2012, las distintas estirpes del PCCh que desde 1978 habían compartido el poder en el seno del Comité Central del Politburó, se enfrascaron en luchas fratricidas.
Consciente de que las guerras internas amenazaban la estabilidad del régimen, Xi lanzó purgas disfrazadas de campañas anticorrupción para apartarlas de las altas esferas del partido y concentrarse así en su promesa de construir el «Sueño Chino». De ese modo, la aparición de un «hombre fuerte» para dirigir el país surge de la necesidad de unidad del partido, de estabilidad política, del reto de resolver las contradicciones internas de su sociedad y de hacer frente a los crecientes desafíos externos, entre ellos, su rivalidad con Estados Unidos.
Por lo tanto, la eliminación de la «pluralidad política» en la cúpula del PCCh y el creciente control sobre la sociedad china responde a las necesidades de una época mucho más compleja que la de Mao o de la Guerra Fría. Ahora, Xi Jinping tiene ante sí enormes desafíos, y uno de los fundamentales reside en las contradicciones existentes en su país. Aunque el PCCh goza de cierta legitimidad por el desarrollo económico de las últimas décadas y el cumplimiento de ciertas tareas históricas, sigue siendo muy cuestionado y desafiado por una sociedad que tiene renovadas necesidades en cuanto a libertades políticas e intelectuales, inherentes a una creciente clase media de 400 millones de personas –un tercio de su población– y a un sector privado que representa casi la mitad de su economía.
Por ello, el PCCh reprime la crítica política y la disidencia en nombre de la estabilidad política y la armonía social, nociones que se presentan como la garantía para el cumplimiento del contrato social entre el partido y el pueblo. En este contexto, lo que hace inmensamente impopular al régimen de Xi es que no sólo ha purgado a los oponentes políticos dentro del partido, sino que también ha reprimido brutalmente a cualquier brote de disidencia.
Desde que Xi asumió el poder, el número de defensores de los derechos humanos, disidentes y voces críticas, incluidos abogados y activistas, que han sido detenidos y condenados a prisión ha superado con creces el de los dos lideres precedentes, Hu Jintao, y Jiang Zemin. Estas políticas represivas han logrado contener, en gran medida, las voces disidentes en China. Se visualiza así una población que tiene reivindicaciones legítimas y que eventualmente podría sublevarse, con un Estado y un partido que trata de ejercer un control total sobre todos los aspectos de la sociedad.
Cuando uno visita China y habla con su gente, reconoce fácilmente la dicotomía de este sistema. Imperan y predominan un gobierno de un solo partido, la utilización de la propaganda, el culto a la personalidad, la censura y la vigilancia masivas, por un lado; y son también visibles millones de personas que reclaman más libertades individuales y una sociedad más justa. Tras más de 70 años en el poder, el PCCh ha creado un sistema híbrido y complejo, en el que se mezclan etapas de mayor apertura con un estricto control político, en las que diferentes regiones disfrutan de distintos grados de libertad, en las que ciertos grupos de la población están más controlados que otros.
Es el caso de la represión hacia las minorías étnicas, de manera más marcada hacia los tibetanos y uigures. Un gobierno que controla los medios de comunicación, practica la censura, donde los periodistas y activistas que critican al gobierno acaban siendo encarcelados o silenciados; un sistema que utiliza las tecnologías más avanzadas para vigilar los movimientos de sus ciudadanos, restringe la actividad en Internet; donde no hay debate público, ni competencia política libre y abierta, nos hace comprender que estamos ante un régimen altamente totalitario.
Por todo ello, el chino es sin duda uno de los regímenes totalitarios de la historia, pero no tanto por su intensidad totalitaria, pues no tiene nada que envidiar a sus predecesores Mao y Stalin, como por su eficacia. Con la ayuda de la alta tecnología y el control digital, ha implantado la más estricta vigilancia de las masas y supone una amenaza eficaz para cualquier fuerza que intente desafiarle.
Pero es importante reconocer el grado de complejidad en la naturaleza del régimen totalitario de Xi Jinping, y de la China actual. Tomando prestado el concepto de «adaptación», propuesto por el académico David Shambaugh hace más de una década en su estudio sobre el PCCh, se puede concluir que el régimen actual de Xi Jinping, aunque muy rígido e inflexible, no ha perdido completamente su capacidad de adaptación. No es fácil predecir lo poderosa que será esta nueva forma de totalitarismo, pero dada su actual fortaleza y la aceptación de Xi dentro del partido, es probable que se consolide del todo.