Artículos
Monitoreo de la gobernabilidad democrática
España entre nosotros
Por Enrique Krauze
¿Cómo no desear para aquella tierra hospitalaria, que
después he visto sufrir tanto, la felicidad y el bienestar
que le prometen sus nobles tradiciones y la
incomparable entereza de sus hijos?
Alfonso Reyes: Tertulia de Madrid, 1949
Tan grande como el dolor de los españoles es el consuelo que, en esta hora trágica, quisiéramos prodigarles los hispanoamericanos. No es la primera vez que hacemos propio el drama de España. En 1898, una poderosa corriente de opinión cruzó estos países en apoyo al pueblo español. Al estallar en Cuba aquella "espléndida pequeña guerra" (como la llamó, cínicamente, el secretario de Estado de Estados Unidos, John Hay), muchos escritores de la América española -desencantados ya con la nueva democracia imperial- comenzaron a integrar nuestra Generación del 98. Estos autores (José Enrique Rodó, Gabriela Mistral, Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Daniel Cosío Villegas) imaginaron la "utopía de América", unión moral de los pueblos hermanos, hijos todos de la Madre Patria y reconciliados con ella en los valores de la cultura y el idioma. A ese momento corresponde el célebre poema de Rubén Darío "Oda a Roosevelt", que expresamente advierte al arrogante vecino: "Hay mil cachorros sueltos del León español." Esa vocación histórica atravesó el siglo XX y ha llegado a nuestros días. Es la que hoy se manifiesta en nuestro luto compartido por las víctimas de los brutales atentados, muchas de ellas nacidas en esta parte de América.
El arco de solidaridad se volvió a tender en 1936, al estallar la Guerra Civil, que los hispanoamericanos siguieron con atención y angustia. Muchos se alistaron en las brigadas para combatir. Más tarde, Argentina, Chile, México y otros países abrieron los brazos a los transterrados (artistas de la más diversa índole, humanistas, científicos, técnicos). Cuando España despertó de nuevo a los valores del humanismo liberal, descubrió que su simiente había fructificado. Prueba mayor fue el éxito de la "Generación del Boom", encuentro feliz de escritores latinoamericanos y editores españoles. Sin aquel trasplante de origen, la España de hoy -con su portentosa oferta de editoriales, revistas, ferias, autores y traducciones- sería inimaginable.
¿Cómo no condolerse ahora, si además del legado cultural de España (su literatura, su pensamiento, su pintura, su música) es tan grande nuestra deuda específica? En México, todos los que nos dedicamos a la cultura somos hijos o nietos espirituales de los españoles (y muchos lo son biológicamente además). Pienso en mis maestros ya idos y mis maestros vivos: abrevaron de aquellos sabios, congregados en editoriales (el Fondo de Cultura Económica, la Editorial Joaquín Mortiz) en revistas (Cuadernos Americanos, Taller), en instituciones académicas (el Colegio de México, la UNAM). En la sola persona de José Gaos, España nos dio nuevos ojos para mirar a la Nueva España. Hay ámbitos en los que la huella es imborrable, como el cine de Buñuel o la benévola influencia que tuvo entre nosotros la transición política española. España es hoy el ejemplo de madurez política y responsabilidad económica que nuestros países deberían emular.
Los refugiados de la Guerra Civil no fueron los primeros en fincar una vida mexicana en el siglo XX. También las oleadas anteriores -aquellos que vinieron "con una mano adelante y otra atrás", a "hacer la América"- llegaron a edificar. Su presencia se advierte en las innumerables empresas que crearon (panificadoras, cerveceras, editoriales, grandes tiendas de almacenes, estaciones radio y televisión, compañías de publicidad, de artes gráficas, fábricas de hilados y tejidos, etcétera). La cultura popular es un puente de ida y vuelta. Ayer, nuestra música popular cantó a España (como aquel chotis de Agustín Lara que ahora viene al caso: "Madrid, Madrid, Madrid, en México se piensa mucho en ti"); hoy sigue cantando con Joan Manuel Serrat y Alejandro Sanz. Lo mismo ocurre en el futbol (del recuerdo legendario de la "Selección Vasca" y sus grandes astros Lángara, Regueiro y Vantolrá, a los futbolistas mexicanos en la Liga Española) y en los toros (las tardes repletas de la Plaza México con Manolete, Paco Camino, Mondeño, y los triunfos de Arruza en "Las Ventas"). En nuestras ciudades hay "centros" de las diversas colonias (asturiana, gallega, vasca) y ruidosos cafés en cuyos portales aún puede verse a "ese hombre del casino provinciano, que vio a Cagancho recibir un día".
No se si al mirarse en este espejo de virtudes los lectores españoles puedan hallar un consuelo a sus penas. Orientada hacia Europa, España se ha olvidado un poco de su propia historia y, en particular, de la huella que a través de los siglos dejó en América. Es una memoria que vale la pena rescatar, porque a despecho de sus errores, y de las querellas decimonónicas sobre la naturaleza y el legado de la Conquista y la Colonia, España podría mirar hacia ese pasado con orgullo, o al menos sin demasiado remordimiento, sobre todo si se compara con los otros imperios inmisericordes que la siguieron, imperios que -como ha apuntado John H. Elliott- no tuvieron a un Bartolomé de las Casas entre sus padres fundadores. España dejó en América un mapa de civilización: ciudades enteras, caminos, plazas, nobles edificios, fortificaciones, y dejó universidades y seminarios e imprentas y academias y jardines botánicos. Dejó un haz de valores culturales y una religión que, en sus mejores instancias, es fuente de fraternidad e igualitarismo, y de espiritualidad popular. Dejó un idioma que América enriquece día con día. Y en el siglo XX dejó otra vez la simiente de sus propios hijos.
En esta hora terrible del presente, en esta hora de futuro incierto, nuestro pasado común puede y debe ser fuente de fortaleza. Y de certeza: España vencerá finalmente a los fanatismos de la identidad que, de fuera y dentro, intentan abatirla.
Enrique Krauze
¿Cómo no desear para aquella tierra hospitalaria, que
después he visto sufrir tanto, la felicidad y el bienestar
que le prometen sus nobles tradiciones y la
incomparable entereza de sus hijos?
Alfonso Reyes: Tertulia de Madrid, 1949
Tan grande como el dolor de los españoles es el consuelo que, en esta hora trágica, quisiéramos prodigarles los hispanoamericanos. No es la primera vez que hacemos propio el drama de España. En 1898, una poderosa corriente de opinión cruzó estos países en apoyo al pueblo español. Al estallar en Cuba aquella "espléndida pequeña guerra" (como la llamó, cínicamente, el secretario de Estado de Estados Unidos, John Hay), muchos escritores de la América española -desencantados ya con la nueva democracia imperial- comenzaron a integrar nuestra Generación del 98. Estos autores (José Enrique Rodó, Gabriela Mistral, Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Daniel Cosío Villegas) imaginaron la "utopía de América", unión moral de los pueblos hermanos, hijos todos de la Madre Patria y reconciliados con ella en los valores de la cultura y el idioma. A ese momento corresponde el célebre poema de Rubén Darío "Oda a Roosevelt", que expresamente advierte al arrogante vecino: "Hay mil cachorros sueltos del León español." Esa vocación histórica atravesó el siglo XX y ha llegado a nuestros días. Es la que hoy se manifiesta en nuestro luto compartido por las víctimas de los brutales atentados, muchas de ellas nacidas en esta parte de América.
El arco de solidaridad se volvió a tender en 1936, al estallar la Guerra Civil, que los hispanoamericanos siguieron con atención y angustia. Muchos se alistaron en las brigadas para combatir. Más tarde, Argentina, Chile, México y otros países abrieron los brazos a los transterrados (artistas de la más diversa índole, humanistas, científicos, técnicos). Cuando España despertó de nuevo a los valores del humanismo liberal, descubrió que su simiente había fructificado. Prueba mayor fue el éxito de la "Generación del Boom", encuentro feliz de escritores latinoamericanos y editores españoles. Sin aquel trasplante de origen, la España de hoy -con su portentosa oferta de editoriales, revistas, ferias, autores y traducciones- sería inimaginable.
¿Cómo no condolerse ahora, si además del legado cultural de España (su literatura, su pensamiento, su pintura, su música) es tan grande nuestra deuda específica? En México, todos los que nos dedicamos a la cultura somos hijos o nietos espirituales de los españoles (y muchos lo son biológicamente además). Pienso en mis maestros ya idos y mis maestros vivos: abrevaron de aquellos sabios, congregados en editoriales (el Fondo de Cultura Económica, la Editorial Joaquín Mortiz) en revistas (Cuadernos Americanos, Taller), en instituciones académicas (el Colegio de México, la UNAM). En la sola persona de José Gaos, España nos dio nuevos ojos para mirar a la Nueva España. Hay ámbitos en los que la huella es imborrable, como el cine de Buñuel o la benévola influencia que tuvo entre nosotros la transición política española. España es hoy el ejemplo de madurez política y responsabilidad económica que nuestros países deberían emular.
Los refugiados de la Guerra Civil no fueron los primeros en fincar una vida mexicana en el siglo XX. También las oleadas anteriores -aquellos que vinieron "con una mano adelante y otra atrás", a "hacer la América"- llegaron a edificar. Su presencia se advierte en las innumerables empresas que crearon (panificadoras, cerveceras, editoriales, grandes tiendas de almacenes, estaciones radio y televisión, compañías de publicidad, de artes gráficas, fábricas de hilados y tejidos, etcétera). La cultura popular es un puente de ida y vuelta. Ayer, nuestra música popular cantó a España (como aquel chotis de Agustín Lara que ahora viene al caso: "Madrid, Madrid, Madrid, en México se piensa mucho en ti"); hoy sigue cantando con Joan Manuel Serrat y Alejandro Sanz. Lo mismo ocurre en el futbol (del recuerdo legendario de la "Selección Vasca" y sus grandes astros Lángara, Regueiro y Vantolrá, a los futbolistas mexicanos en la Liga Española) y en los toros (las tardes repletas de la Plaza México con Manolete, Paco Camino, Mondeño, y los triunfos de Arruza en "Las Ventas"). En nuestras ciudades hay "centros" de las diversas colonias (asturiana, gallega, vasca) y ruidosos cafés en cuyos portales aún puede verse a "ese hombre del casino provinciano, que vio a Cagancho recibir un día".
No se si al mirarse en este espejo de virtudes los lectores españoles puedan hallar un consuelo a sus penas. Orientada hacia Europa, España se ha olvidado un poco de su propia historia y, en particular, de la huella que a través de los siglos dejó en América. Es una memoria que vale la pena rescatar, porque a despecho de sus errores, y de las querellas decimonónicas sobre la naturaleza y el legado de la Conquista y la Colonia, España podría mirar hacia ese pasado con orgullo, o al menos sin demasiado remordimiento, sobre todo si se compara con los otros imperios inmisericordes que la siguieron, imperios que -como ha apuntado John H. Elliott- no tuvieron a un Bartolomé de las Casas entre sus padres fundadores. España dejó en América un mapa de civilización: ciudades enteras, caminos, plazas, nobles edificios, fortificaciones, y dejó universidades y seminarios e imprentas y academias y jardines botánicos. Dejó un haz de valores culturales y una religión que, en sus mejores instancias, es fuente de fraternidad e igualitarismo, y de espiritualidad popular. Dejó un idioma que América enriquece día con día. Y en el siglo XX dejó otra vez la simiente de sus propios hijos.
En esta hora terrible del presente, en esta hora de futuro incierto, nuestro pasado común puede y debe ser fuente de fortaleza. Y de certeza: España vencerá finalmente a los fanatismos de la identidad que, de fuera y dentro, intentan abatirla.