Prensa
¿Es posible partidizar al peronismo?
Este artículo es un fragmento de “Treinta años de democracia: el problema de los partidos”, publicado en “Un balance político a 30 años del retorno de la democracia en Argentina” por la Konrad Adenauer Stiftung y el Centro para la Apertura y el Desarrollo de América latina (Cadal).
Fuente: La Voz del Interior (Córdoba, Argentina)
¿Podrá ser el peronismo en algún momento un partido, sea uno predominante o hegemónico pero sometido en alguna medida a una organización y capaz de participar de un juego reglado con otros actores?
Por Marcos Novaro (Sociólogo y filósofo)
La década kirchnerista ha sido, sin duda, la etapa más estable, tanto en términos económicos como institucionales, de las tres que hasta aquí han protagonizado gobiernos peronistas (la primera, entre 1946 y 1955, fue interrumpida como se sabe por un golpe de Estado; la segunda, entre 1989 y 1999, estuvo atravesada por fuertes crisis económicas). Y, a la vez, fue en la que más persistente y abiertamente actuaron “varios peronismos” en pugna, porque resultó más baja ?la organicidad y cohesión de esta fuerza.
En estos años, la discusión sobre su unidad y multiplicidad y sobre su capacidad para formar mayorías y gobernar, pero no de hacerlo como partido, adquirió una intensidad particular, remitiendo a algunos temas ya debatidos en los años ’90, y también a otros más propios de los ’40 y ’50.
Hay quienes sostienen que el ?kirchnerismo vino a probar definitivamente que el movimientismo peronista, con su informalidad y flexibilidad organizativa e ideológica, es insuperable en su capacidad de representar las muy cambiantes ideas y el personalismo irreductible a reglas que caracterizarían la vida política argentina. Y que sólo con esos recursos el peronismo, y sólo él, puede ofrecer cierta estabilidad a un país como el nuestro.
Quienes así razonan ven en la experiencia kirchnerista una salida innovadora y perdurable a los dilemas no resueltos por experimentos previos: ella habría demostrado que sin organicidad partidaria es posible para el peronismo lograr cohesión coalicional y producir gobiernos medianamente estables e indudablemente legítimos.
Otros objetan que esto se logró extremando los problemas asociados al rol central adquirido por el peronismo en nuestro sistema político, en vez de resolverlos. En el plano fiscal, con una centralización y una discrecionalidad por demás abusivas y una notable ineficiencia que vuelve insostenible, aun en el mejor de los contextos económicos imaginables, un gasto público necesitado de constantes ampliaciones. En el aspecto representativo, por la crónica subestimación o directa exclusión de los actores más dinámicos de la sociedad civil, las clases medias y empresariales, que inevitablemente termina por poner en crisis al conjunto del sistema.
Pregunta y desafío
Es así como la década kirchnerista repuso una pregunta y un desafío que tienen casi tanta historia como el propio peronismo: ¿podrá ser él en algún momento un partido, sea uno predominante o hegemónico pero sometido en alguna medida a una organización y capaz de participar de un juego reglado con otros actores? ¿O en su defecto habría que esperar o apostar a que dé origen en algún momento a varios partidos, convirtiendo su pluralismo interno en la base de un sistema de partidos nuevo?
En distintos momentos de la historia del país y del peronismo se intentó ambas salidas. E incluso se probó combinarlas con la expectativa de que partidizar al peronismo le impondría cierto grado de homogeneización ideológica y programática, y por tanto excluiría algunos de sus componentes (probablemente los más extremos), que no tendrían más opción que migrar a otros recipientes, en los que también podrían adquirir mayor estabilidad.
Sin embargo, aunque ocasionalmente han surgido indicios de un proceso de este tipo, ni la organicidad ni los cismas observados en el peronismo han perdurado en el tiempo. Y a esta altura bien podría concluirse que ninguna de esas dos opciones tiene viabilidad.
Incluso podría pensarse que si la democracia argentina, entendida como competencia electoral, se ha podido sostener a pesar de todas las dificultades que atravesó, en parte al menos se debe a esta permanente mutación peronista y a que su pluralismo interno tendió a actuar como sucedáneo de un pluralismo interpartidario impotente.
En ese aspecto, el peronismo se habría adaptado en cierta medida a la democracia, y no al revés. Aunque de ello no se siguió que él se unificara y partidizara. Al contrario, la mayor competitividad electoral se combinó con sus componentes movimientistas, y el carácter aluvional e informal de la vida interna de esta fuerza se vio alimentado antes que refrenado por la actuación de sus campeones electorales.
Ello se pudo ya observar en el proceso que llevó a Carlos Menem al poder. El nuevo líder logró controlar al peronismo desde el movimiento y contra el partido. Menem en alguna medida buscó institucionalizar el funcionamiento del peronismo durante sus dos turnos presidenciales, pero a través de mecanismos informales (como la mesa de gobernadores) más que de reglas de juego intrapartidarias, como prueba el hecho de que no se repitieran las internas que lo consagraran candidato presidencial en 1988.
Esta peculiar convivencia entre competitividad electoral e informalidad partidaria se dio aun en mayor medida bajo el liderazgo de Néstor y de Cristina Kirchner.
El partido fue desactivado y reemplazado en sus funciones por instancias estatales, rigiendo una marcada inestabilidad de las reglas de juego, tanto las internas a la coalición por ellos formada como las generales que rigieron la competencia electoral (para cada elección entre 2003 y 2011 rigieron leyes distintas, siempre acordes con las necesidades circunstanciales del oficialismo).
Cabría concluir que no existen muchas posibilidades de que suceda lo que en décadas pasadas tantos esperaron: que una vez que la competencia electoral se consolidara en el país y se volviera el “único juego en la ciudad”, el movimiento decantaría hacia la forma partido, adoptando una mayor organicidad.
Un partido de poder
Todo esto es pertinente para entender la persistencia a lo largo del tiempo del movimientismo peronista. Pero no alcanza para considerar las formas partidarias que adquirió desde su mismo origen y a las que nunca renunció. Que no las haya logrado consolidar y volcar en una organización definida no significa que no hayan sido parte de su ethos y de su funcionamiento efectivo. Tampoco el concepto de populismo alcanza para captar esta tensión, ni la compleja dinámica de la vida interna que de ella se deriva, siempre en un delicado equilibrio entre el pluralismo competitivo, finalmente bastante liberal y, como los mismos peronistas dirían, “partitocrático”, y la aspiración de alcanzar una identidad orgánica.
Los debates sobre los “partidos de poder” ofrecen una perspectiva sugerente para considerar esta cuestión. Este concepto resulta bastante más ajustado y abarcador para comprender el modo en que el peronismo efectivamente funciona en el ejercicio del gobierno, que la visión que ha enfocado la discusión sólo en términos del populismo.
Edward Gibson, que ha estudiado esas particulares formaciones políticas, destaca que ellas surgen en democracias no consolidadas en las que la heterogeneidad de actores e intereses define una escena de competencia muy fluida. Pero la ocupación del Estado ofrece ventajas indescontables, dada la debilidad de la sociedad civil. Las fuerzas que logran conquistarlo tienden a ocupar todo el espectro político. El PRI mejicano hasta los años ’80, el Partido del Congreso indio y Rusia Unida de Vladimir Putin son algunos de los ejemplos paradigmáticos de estos partidos de poder.
El peronismo cuadra bastante bien en esta caracterización. Que nos permite, por un lado, ampliar significativamente los marcos comparativos dentro de los cuales se piensa y se estudia su desarrollo, casi siempre limitados a América latina; y, por otro, entender mejor la estrecha relación que ha establecido con el Estado.
Aunque, aun aceptando que el peronismo ha actuado por momentos como un partido de poder, comparado con otros casos de esta familia es ostensible que se diferencia tanto por su flexibilidad organizativa e ideológica como por el grado de personalización de su conducción, y, a consecuencia de ambos factores, por su fuerte inestabilidad. Un problema fundamental parece haber estado en el origen de estas peculiaridades: la crónica dificultad para resolver el problema de la sucesión.
Este artículo es un fragmento de “Treinta años de democracia: el problema de los partidos”, publicado en “Un balance político a 30 años del retorno de la democracia en Argentina” por la Konrad Adenauer Stiftung y el Centro para la Apertura y el Desarrollo de América latina (Cadal).
Fuente: La Voz del Interior (Cordoba, Argentina)
La Voz del Interior (Córdoba, Argentina)
¿Podrá ser el peronismo en algún momento un partido, sea uno predominante o hegemónico pero sometido en alguna medida a una organización y capaz de participar de un juego reglado con otros actores?
Por Marcos Novaro (Sociólogo y filósofo)
La década kirchnerista ha sido, sin duda, la etapa más estable, tanto en términos económicos como institucionales, de las tres que hasta aquí han protagonizado gobiernos peronistas (la primera, entre 1946 y 1955, fue interrumpida como se sabe por un golpe de Estado; la segunda, entre 1989 y 1999, estuvo atravesada por fuertes crisis económicas). Y, a la vez, fue en la que más persistente y abiertamente actuaron “varios peronismos” en pugna, porque resultó más baja ?la organicidad y cohesión de esta fuerza.
En estos años, la discusión sobre su unidad y multiplicidad y sobre su capacidad para formar mayorías y gobernar, pero no de hacerlo como partido, adquirió una intensidad particular, remitiendo a algunos temas ya debatidos en los años ’90, y también a otros más propios de los ’40 y ’50.
Hay quienes sostienen que el ?kirchnerismo vino a probar definitivamente que el movimientismo peronista, con su informalidad y flexibilidad organizativa e ideológica, es insuperable en su capacidad de representar las muy cambiantes ideas y el personalismo irreductible a reglas que caracterizarían la vida política argentina. Y que sólo con esos recursos el peronismo, y sólo él, puede ofrecer cierta estabilidad a un país como el nuestro.
Quienes así razonan ven en la experiencia kirchnerista una salida innovadora y perdurable a los dilemas no resueltos por experimentos previos: ella habría demostrado que sin organicidad partidaria es posible para el peronismo lograr cohesión coalicional y producir gobiernos medianamente estables e indudablemente legítimos.
Otros objetan que esto se logró extremando los problemas asociados al rol central adquirido por el peronismo en nuestro sistema político, en vez de resolverlos. En el plano fiscal, con una centralización y una discrecionalidad por demás abusivas y una notable ineficiencia que vuelve insostenible, aun en el mejor de los contextos económicos imaginables, un gasto público necesitado de constantes ampliaciones. En el aspecto representativo, por la crónica subestimación o directa exclusión de los actores más dinámicos de la sociedad civil, las clases medias y empresariales, que inevitablemente termina por poner en crisis al conjunto del sistema.
Pregunta y desafío
Es así como la década kirchnerista repuso una pregunta y un desafío que tienen casi tanta historia como el propio peronismo: ¿podrá ser él en algún momento un partido, sea uno predominante o hegemónico pero sometido en alguna medida a una organización y capaz de participar de un juego reglado con otros actores? ¿O en su defecto habría que esperar o apostar a que dé origen en algún momento a varios partidos, convirtiendo su pluralismo interno en la base de un sistema de partidos nuevo?
En distintos momentos de la historia del país y del peronismo se intentó ambas salidas. E incluso se probó combinarlas con la expectativa de que partidizar al peronismo le impondría cierto grado de homogeneización ideológica y programática, y por tanto excluiría algunos de sus componentes (probablemente los más extremos), que no tendrían más opción que migrar a otros recipientes, en los que también podrían adquirir mayor estabilidad.
Sin embargo, aunque ocasionalmente han surgido indicios de un proceso de este tipo, ni la organicidad ni los cismas observados en el peronismo han perdurado en el tiempo. Y a esta altura bien podría concluirse que ninguna de esas dos opciones tiene viabilidad.
Incluso podría pensarse que si la democracia argentina, entendida como competencia electoral, se ha podido sostener a pesar de todas las dificultades que atravesó, en parte al menos se debe a esta permanente mutación peronista y a que su pluralismo interno tendió a actuar como sucedáneo de un pluralismo interpartidario impotente.
En ese aspecto, el peronismo se habría adaptado en cierta medida a la democracia, y no al revés. Aunque de ello no se siguió que él se unificara y partidizara. Al contrario, la mayor competitividad electoral se combinó con sus componentes movimientistas, y el carácter aluvional e informal de la vida interna de esta fuerza se vio alimentado antes que refrenado por la actuación de sus campeones electorales.
Ello se pudo ya observar en el proceso que llevó a Carlos Menem al poder. El nuevo líder logró controlar al peronismo desde el movimiento y contra el partido. Menem en alguna medida buscó institucionalizar el funcionamiento del peronismo durante sus dos turnos presidenciales, pero a través de mecanismos informales (como la mesa de gobernadores) más que de reglas de juego intrapartidarias, como prueba el hecho de que no se repitieran las internas que lo consagraran candidato presidencial en 1988.
Esta peculiar convivencia entre competitividad electoral e informalidad partidaria se dio aun en mayor medida bajo el liderazgo de Néstor y de Cristina Kirchner.
El partido fue desactivado y reemplazado en sus funciones por instancias estatales, rigiendo una marcada inestabilidad de las reglas de juego, tanto las internas a la coalición por ellos formada como las generales que rigieron la competencia electoral (para cada elección entre 2003 y 2011 rigieron leyes distintas, siempre acordes con las necesidades circunstanciales del oficialismo).
Cabría concluir que no existen muchas posibilidades de que suceda lo que en décadas pasadas tantos esperaron: que una vez que la competencia electoral se consolidara en el país y se volviera el “único juego en la ciudad”, el movimiento decantaría hacia la forma partido, adoptando una mayor organicidad.
Un partido de poder
Todo esto es pertinente para entender la persistencia a lo largo del tiempo del movimientismo peronista. Pero no alcanza para considerar las formas partidarias que adquirió desde su mismo origen y a las que nunca renunció. Que no las haya logrado consolidar y volcar en una organización definida no significa que no hayan sido parte de su ethos y de su funcionamiento efectivo. Tampoco el concepto de populismo alcanza para captar esta tensión, ni la compleja dinámica de la vida interna que de ella se deriva, siempre en un delicado equilibrio entre el pluralismo competitivo, finalmente bastante liberal y, como los mismos peronistas dirían, “partitocrático”, y la aspiración de alcanzar una identidad orgánica.
Los debates sobre los “partidos de poder” ofrecen una perspectiva sugerente para considerar esta cuestión. Este concepto resulta bastante más ajustado y abarcador para comprender el modo en que el peronismo efectivamente funciona en el ejercicio del gobierno, que la visión que ha enfocado la discusión sólo en términos del populismo.
Edward Gibson, que ha estudiado esas particulares formaciones políticas, destaca que ellas surgen en democracias no consolidadas en las que la heterogeneidad de actores e intereses define una escena de competencia muy fluida. Pero la ocupación del Estado ofrece ventajas indescontables, dada la debilidad de la sociedad civil. Las fuerzas que logran conquistarlo tienden a ocupar todo el espectro político. El PRI mejicano hasta los años ’80, el Partido del Congreso indio y Rusia Unida de Vladimir Putin son algunos de los ejemplos paradigmáticos de estos partidos de poder.
El peronismo cuadra bastante bien en esta caracterización. Que nos permite, por un lado, ampliar significativamente los marcos comparativos dentro de los cuales se piensa y se estudia su desarrollo, casi siempre limitados a América latina; y, por otro, entender mejor la estrecha relación que ha establecido con el Estado.
Aunque, aun aceptando que el peronismo ha actuado por momentos como un partido de poder, comparado con otros casos de esta familia es ostensible que se diferencia tanto por su flexibilidad organizativa e ideológica como por el grado de personalización de su conducción, y, a consecuencia de ambos factores, por su fuerte inestabilidad. Un problema fundamental parece haber estado en el origen de estas peculiaridades: la crónica dificultad para resolver el problema de la sucesión.
Este artículo es un fragmento de “Treinta años de democracia: el problema de los partidos”, publicado en “Un balance político a 30 años del retorno de la democracia en Argentina” por la Konrad Adenauer Stiftung y el Centro para la Apertura y el Desarrollo de América latina (Cadal).
Fuente: La Voz del Interior (Cordoba, Argentina)