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BOLIVIA: UNA REBELIÓN QUE NO LLEVA A NINGUNA PARTE
La revolución de 1952 le dio a Bolivia varias décadas de relativa paz social. Pero los cambios que logró – tan importantes como eran en términos políticos – fracasaron en producir un desarrollo sustentable. El país siguió siendo uno de los más pobres en América Latina.Por Mark Falcoff
Nostromo (1905), la novela de Joseph Conrad considerada por muchos la mejor novela del maestro polaco, se emplaza en el ficticio país sudamericano de Castaguana. Durante el período colonial y por décadas desde entonces, la república floreció gracias a la existencia de una rica vena de plata explotada desde los tempranos días de la conquista española. En la época en que empieza la novela, sin embargo, Costaguana cayó en tiempos difíciles debido a que los depósitos más accesibles del precioso mineral se agotaron; se necesitan nuevas inversiones masivas y tecnología para que la mina vuelva a operar completamente. El anglo-costaguano Charles Gould encuentra el financiamiento necesario en Londres y Nueva York, y casi como por una mágica resurrección, las minas vuelven a respirar una nueva vida y llevan progreso a la república.
Este desarrollo también libera muchos demonios que habían reposado largamente bajo la superficie de la plácida, aunque atrasada, vida del país. Entre otras cosas, hace surgir enormes ambiciones por parte del ministro de Defensa, General Montero, cuyas acciones son guiadas desde atrás del escenario por su primo que anteriormente había pasado sus horas de ocio como secretario de la delegación costaguana en París devorando romances históricos de Francia napoleónica.
Con su primo proveyéndole una improvisada ideología, Montero de pronto se pone contra el gobierno del cual antes había sido parte, declarando que la prosperidad que trajo al país la mina revivida es una farsa que beneficia sólo a los extranjeros y a sus títeres locales: los "hombres blancos", los "dones", los "oligarcas". Su retórica encuentra gran resonancia entre las masas empobrecidas que viven fuera de la ciudad capital, Sulaco, y se tiñen del color del general. En su mayor parte, el movimiento monterista tiene éxito militarmente. Las fuerzas del general - una combinación gelatinosa de tropas insurgentes y hordas campesinas analfabetas - prevalecen en todas las provincias salvo una, que rompe con Costaguana para formar una república independiente en su propio derecho. Es, por supuesto, el que contiene la mina de plata.
Los hechos del mes pasado en Bolivia son otro ejemplo de la vida imitando al arte. Conrad lo escribió demasiado pronto.
Raíces del malestar actual
Bolivia es una sociedad dividida, aún más que la mayoría de los países sudamericanos. Su población está dividida en tres principales grupos étnicos - dos comunidades indígenas, la Quechua y la Aymara, cada una con su propia lengua, y una población amorfa de mestizos para los cuales el español es la lengua nativa. Las diferencias raciales y sociales siempre jugaron un rol importante en la política boliviana, aunque no en la forma en que lo han hecho en los vecinos Perú y Ecuador. En 1952 una revolución social nacionalizó las minas de estaño del país y decretó una reforma agraria radical que dividió a las propiedades grandes en lotes tamaño familiar. Ambas medidas generaron por primera vez un sentido de comunidad nacional, aislando efectivamente al país de la seducción de las guerrillas marxistas (La decisión del Che Guevara de iniciar una insurgencia allí una década y media después fue su error más grave - y finalmente - más trágico). En particular, el sentido del derecho a voto que los campesinos indígenas obtuvieron de la efectiva transferencia de títulos de propiedad hicieron al país en cierta forma inmune a los movimientos radicales, como Sendero Luminoso en Perú, un país con el cual Bolivia comparte muchas características étnicas.
La revolución de 1952 le dio a Bolivia varias décadas de relativa paz social. Pero los cambios que logró - tan importantes como eran en términos políticos - fracasaron en producir un desarrollo sustentable. El país siguió siendo uno de los más pobres en América Latina. Los lotes de tamaño familiar proveyeron la supervivencia a una generación, o posiblemente a dos; tras eso, a medida que crecía la población rural, la nueva generación de campesinos no tenía otra elección más que emigrar a las ciudades en búsqueda de cualquier trabajo que pudieran conseguir. Y sin una estructura bien financiada de apoyo, crédito, y consejos, apenas si se podía esperar que el sector agrario produjera un excedente suficiente para alimentar a las poblaciones urbanas. Bolivia se mantuvo como importador neto de alimentos.
En cuanto a las minas de estaño, sin nueva inversión, gran parte de la cual era de capital intensivo, la capacidad productiva del país quedó limitada. Pero el sindicato de mineros, que era uno de los mejor organizados y de los elementos más militantes de la población, resistieron típicamente la entrada de capital extranjero, ni siquiera en la forma de contratos de servicios. Gran parte de la historia de Bolivia para la segunda mitad del siglo XX estuvo dominada por la lucha entre varios gobiernos y los mineros - con los primeros buscando aumentar la producción de metales industriales a través de inversión extranjera, y los últimos resistiéndolo en nombre de la soberanía y el "anti-imperialismo".
Durante las últimas dos décadas, la escena cambió. El campesinado se dirigió hacia la producción masiva de hojas de coca, que constituye la base de la cocaína y por lo tanto es el único cultivo para el cual existe un fuerte mercado externo. Mientras tanto, con las minas de estaño exhaustas, el gobierno ha buscado desesperadamente otro recurso natural para exportar. Estos dos desarrollos constituyen la base de la agitación más reciente, que derribó al gobierno del Presidente Gonzalo Sánchez de Lozada el 17 de octubre de 2003, y amenaza con hacerle lo mismo a su sucesor.
El catalizador
Durante varios años ya, diferentes gobiernos bolivianos han estado cooperando con Estados Unidos en un programa de erradicación de drogas - que es igual a decir rociar los campos de coca. Decir que esto acentuó la ira del campesinado de la región montañosa es una obviedad; la guerra contra la droga dio vida a una comunidad militante que ve a sus propias autoridades cooperando con un poder imperial distante para extinguir su único medio de supervivencia. El hecho de que la mayoría de quienes cultivan y cosechan la planta son indígenas agrega un repugnante borde racial a la controversia, deliberadamente afilado por ambiciosos políticos.
Lo que realmente llevó el problema hasta la cima, sin embargo, fue la decisión del gobierno de Sánchez de Lozada de firmar un contrato con un consorcio encabezado por Pacific LNG en conjunto con REPSOL, la empresa petrolera estatal española, para producir y exportar gas natural a Estados Unidos y México. En efecto, la utilidad sería volcada a los intereses extranjeros a cambio de un royalty anual de alrededor de 500 millones de dólares. El gobierno prometió que el dinero sería destinado a programas sociales y proyectos de desarrollo.
Casi inmediatamente, políticos de la oposición manifestaron que los acuerdos del gobierno eran una farsa para privar a los hogares bolivianos de gas para cocinar (En realidad, las reservas del país, incluso con las exportaciones proyectadas, se estima que son suficientes para proveer al mercado doméstico y extranjero por siglos.) Para complicar aún más las cosas - desde el punto de vista populista - estaba el plan para transportar el gas a través de puertos chilenos que antes pertenecían a Bolivia. Los bolivianos nunca se reconciliaron entre sí por la pérdida de su salida al mar con Chile en la Guerra del Pacífico (1879), y su recuperación fue un objetivo al cual casi toda fuerza política en el país al menos ha servido un poco desde entonces. Tal como le dijo un fabricante de cerveza a un periodista estadounidense, "¡un verdadero boliviano moriría antes de pagarle a Chile por el uso de lo que en derecho nos pertenece! (Washington Post, 28 de septiembre). Si el país tenía que exportar gas, decían muchos críticos, que el gasoducto salga por puertos peruanos (Perú fue el aliado de Bolivia en la Guerra del Pacífico). La sugerencia es, en realidad, un impedimento; dado que la distancia de los puertos peruanos es aproximadamente el doble de la de Chile, dicha alternativa agregaría cerca de mil millones de dólares al costo y motivaría a los inversores a salirse todos juntos. Mientras tanto, Carlos Mesa, el ex vicepresidente que sucedió a Sánchez de Lozada declaró que sostendrá un plebiscito para determinar si el proyecto del gas debe seguir. Su rechazo es más que una conclusión obvia.
En Washington, varios días después de su salida, el ex presidente Sánchez de Lozada advirtió a un grupo de analistas políticos de América Latina que el resultado bien podía ser el quiebre de Bolivia en dos países separados - uno constituido por los departamentos de baja altura, como Santa Cruz y la rica en gas natural Tarija, que tiene un producto legítimo para vender al mercado mundial; la otra, la región montañosa boliviana, que se remodelaría en la República del Narcotráfico de hecho, si no en nombre. Naturalmente, los traficantes de droga fuertemente involucrados en los disturbios y protestas que provocaron la caída del presidente. Pero no estaban solos - un número de organizaciones no gubernamentales (financiadas desde el extranjero) estaban involucradas, muchas de las cuales son legítimas pero fueron secuestradas por intereses de la droga y la izquierda radical y grupos antiglobalización (El ex presidente también sugirió siempre indirectamente que parte del financiamiento de estas organizaciones bien podría venir del presidente de Venezuela, Hugo Chávez). En realidad, sólo con algo de exageración la caída de Sánchez de Lozada podría ser vista como el primer golpe de estado conducido por ONGs en la historia de América Latina.
Líderes de la rebelión
Las dos personalidades sobresalientes que más se han beneficiado de estos eventos son Felipe Quispe y Evo Morales, dos políticos indígenas que explotaron - y en cierta medida crearon - la emergente identidad política en Bolivia, en la cual el "neoliberalismo" es representado meramente como un episodio más en la opresión a los morenos por parte de los "conquistadores" blancos y sus cómplices locales. El último es particularmente importante por ser el líder elegido de una organización conocida como el Consejo Andino de Productores de Hoja de Coca (CAPHC) y el sorpresivo personaje ascendente en las últimas elecciones presidenciales. Este grupo dice representar los intereses legítimos de quienes cultivan coca, que dicen que es una parte inofensiva de la cultura indígena, utilizada para champús, té medicinal, y pasta de dientes. Aquellos (como Estados Unidos) que favorecen la erradicación del cultivo están - dicen - involucrándose claramente en el genocidio de una cultura. Si las hojas de coca encuentran su camino hasta la cocaína, esto no tiene nada que ver con ellos - este argumento poco ingenuo incluso ¡ha recibido espacio en la página de editorial del New York Times! - sino que es la culpa de extranjeros (no identificables) que de alguna manera obtienen el cultivo y lo procesan, y también, naturalmente, los consumidores de la droga terminada en Estados Unidos. Analistas más creíbles ven al CAPHC como una organización pantalla de los cultivadores de coca que proveen a los narcotraficantes con la materia prima que necesitan para producir cocaína.
Quispe y Morales también están jugando otras dos cartas por todo lo que valen: antiglobalización y anti-norteamérica. Morales culpa a Estados Unidos por la pobreza de América Latina y pide la creación de una única nación Latinoamericana (con su propio ejército, moneda y gobierno) capaz de defenderse de la "permanente agresión" de Estados Unidos. En una reciente reunión en La Habana, también llamó a transformar Latinoamérica en una "nueva Vietnam" para Washington. La mezcla de resentimiento racial con marxismo primitivo es una cabeza efervescente, y lleva a que se pueda convertir a Bolivia en el país más disfuncional de Sudamérica - es decir, si es que sigue siendo un país en lugar de dos.
Una cosa es cierta: la renuncia de Sánchez de Lozada no ha extinguido las llamas de la rebelión. Morales, Quispe y sus seguidores ya le han avisado al presidente Mesa que tendrá el mismo destino si persiste en políticas similares.
Cauteloso del mercado, pero ¿cuál es la alternativa?
El caso boliviano es interesante porque ilustra en un alivio exagerado los límites del "Consenso de Washington" - un término a mano para las políticas de libre mercado y de privatización que han sido la orden del día en gran parte de América Latina durante la última docena de años. Tal como le dijo el mismo trabajador cervecero citado más arriba al Washington Post, "ya hemos vendido nuestros trenes, nuestra aerolínea, nuestra electricidad, y el gobierno dijo que sería mejor para nosotros. Bueno, quizás fue mejor para ellos, pero el resto de nosotros estamos todos desempleados y hambrientos. Somos más pobres que nunca, y ahora quieren vender justo lo único que tiene valor en Bolivia"- refiriéndose, en este caso, a los depósitos de gas natural.
Claramente, el éxito de la economía de libre mercado en cualquier país depende mucho más que quién posee o extrae los recursos naturales básicos. Los bolivianos tendrán sus razones para parecer lo bastante escépticos de que los 500 millones de dólares o más, que el país recibiría en royalties por la explotación del gas natural, fueran a ser realmente utilizados en proyectos de desarrollo. Después de todo, ¿qué sucedió con el dinero que el tesoro recibió de la venta de las otras utilidades? El grado de integridad, transparencia, y seriedad con el cual los gobiernos latinoamericanos administran sus recursos obviamente determina la credibilidad de sus políticas macro y su capacidad futura para mediar entre inversores extranjeros y sus constituciones domésticas. Dicho esto, mantener el gas de Bolivia en la tierra, socializar una economía de extrema pobreza, y revolcarse en identidades políticas sin sentido no van a crear empleo, alimentar a quienes tienen hambre, o educar a la próxima generación. Tampoco lo hará una orgía anti-estadounidense. De hecho, una revolución Quispe-Morales - ya sea mediante las urnas u otros medios - tiene la perspectiva, no de "otra Vietnam" ni nada parecido, sino de una república disfuncional y posiblemente dividida, que sería una amenaza más inmediata para sí misma que para Estados Unidos. Después de todo, en estos días Washington tiene problemas más pesados a los cuales dedicarse antes que otros climas.
Mark Falcoff es investigador residente en American Enterprise Institute.
Traducción de Hernán Alberro.
Mark FalcoffMark Falcoff es investigador residente de American Enterprise Institute
Nostromo (1905), la novela de Joseph Conrad considerada por muchos la mejor novela del maestro polaco, se emplaza en el ficticio país sudamericano de Castaguana. Durante el período colonial y por décadas desde entonces, la república floreció gracias a la existencia de una rica vena de plata explotada desde los tempranos días de la conquista española. En la época en que empieza la novela, sin embargo, Costaguana cayó en tiempos difíciles debido a que los depósitos más accesibles del precioso mineral se agotaron; se necesitan nuevas inversiones masivas y tecnología para que la mina vuelva a operar completamente. El anglo-costaguano Charles Gould encuentra el financiamiento necesario en Londres y Nueva York, y casi como por una mágica resurrección, las minas vuelven a respirar una nueva vida y llevan progreso a la república.
Este desarrollo también libera muchos demonios que habían reposado largamente bajo la superficie de la plácida, aunque atrasada, vida del país. Entre otras cosas, hace surgir enormes ambiciones por parte del ministro de Defensa, General Montero, cuyas acciones son guiadas desde atrás del escenario por su primo que anteriormente había pasado sus horas de ocio como secretario de la delegación costaguana en París devorando romances históricos de Francia napoleónica.
Con su primo proveyéndole una improvisada ideología, Montero de pronto se pone contra el gobierno del cual antes había sido parte, declarando que la prosperidad que trajo al país la mina revivida es una farsa que beneficia sólo a los extranjeros y a sus títeres locales: los "hombres blancos", los "dones", los "oligarcas". Su retórica encuentra gran resonancia entre las masas empobrecidas que viven fuera de la ciudad capital, Sulaco, y se tiñen del color del general. En su mayor parte, el movimiento monterista tiene éxito militarmente. Las fuerzas del general - una combinación gelatinosa de tropas insurgentes y hordas campesinas analfabetas - prevalecen en todas las provincias salvo una, que rompe con Costaguana para formar una república independiente en su propio derecho. Es, por supuesto, el que contiene la mina de plata.
Los hechos del mes pasado en Bolivia son otro ejemplo de la vida imitando al arte. Conrad lo escribió demasiado pronto.
Raíces del malestar actual
Bolivia es una sociedad dividida, aún más que la mayoría de los países sudamericanos. Su población está dividida en tres principales grupos étnicos - dos comunidades indígenas, la Quechua y la Aymara, cada una con su propia lengua, y una población amorfa de mestizos para los cuales el español es la lengua nativa. Las diferencias raciales y sociales siempre jugaron un rol importante en la política boliviana, aunque no en la forma en que lo han hecho en los vecinos Perú y Ecuador. En 1952 una revolución social nacionalizó las minas de estaño del país y decretó una reforma agraria radical que dividió a las propiedades grandes en lotes tamaño familiar. Ambas medidas generaron por primera vez un sentido de comunidad nacional, aislando efectivamente al país de la seducción de las guerrillas marxistas (La decisión del Che Guevara de iniciar una insurgencia allí una década y media después fue su error más grave - y finalmente - más trágico). En particular, el sentido del derecho a voto que los campesinos indígenas obtuvieron de la efectiva transferencia de títulos de propiedad hicieron al país en cierta forma inmune a los movimientos radicales, como Sendero Luminoso en Perú, un país con el cual Bolivia comparte muchas características étnicas.
La revolución de 1952 le dio a Bolivia varias décadas de relativa paz social. Pero los cambios que logró - tan importantes como eran en términos políticos - fracasaron en producir un desarrollo sustentable. El país siguió siendo uno de los más pobres en América Latina. Los lotes de tamaño familiar proveyeron la supervivencia a una generación, o posiblemente a dos; tras eso, a medida que crecía la población rural, la nueva generación de campesinos no tenía otra elección más que emigrar a las ciudades en búsqueda de cualquier trabajo que pudieran conseguir. Y sin una estructura bien financiada de apoyo, crédito, y consejos, apenas si se podía esperar que el sector agrario produjera un excedente suficiente para alimentar a las poblaciones urbanas. Bolivia se mantuvo como importador neto de alimentos.
En cuanto a las minas de estaño, sin nueva inversión, gran parte de la cual era de capital intensivo, la capacidad productiva del país quedó limitada. Pero el sindicato de mineros, que era uno de los mejor organizados y de los elementos más militantes de la población, resistieron típicamente la entrada de capital extranjero, ni siquiera en la forma de contratos de servicios. Gran parte de la historia de Bolivia para la segunda mitad del siglo XX estuvo dominada por la lucha entre varios gobiernos y los mineros - con los primeros buscando aumentar la producción de metales industriales a través de inversión extranjera, y los últimos resistiéndolo en nombre de la soberanía y el "anti-imperialismo".
Durante las últimas dos décadas, la escena cambió. El campesinado se dirigió hacia la producción masiva de hojas de coca, que constituye la base de la cocaína y por lo tanto es el único cultivo para el cual existe un fuerte mercado externo. Mientras tanto, con las minas de estaño exhaustas, el gobierno ha buscado desesperadamente otro recurso natural para exportar. Estos dos desarrollos constituyen la base de la agitación más reciente, que derribó al gobierno del Presidente Gonzalo Sánchez de Lozada el 17 de octubre de 2003, y amenaza con hacerle lo mismo a su sucesor.
El catalizador
Durante varios años ya, diferentes gobiernos bolivianos han estado cooperando con Estados Unidos en un programa de erradicación de drogas - que es igual a decir rociar los campos de coca. Decir que esto acentuó la ira del campesinado de la región montañosa es una obviedad; la guerra contra la droga dio vida a una comunidad militante que ve a sus propias autoridades cooperando con un poder imperial distante para extinguir su único medio de supervivencia. El hecho de que la mayoría de quienes cultivan y cosechan la planta son indígenas agrega un repugnante borde racial a la controversia, deliberadamente afilado por ambiciosos políticos.
Lo que realmente llevó el problema hasta la cima, sin embargo, fue la decisión del gobierno de Sánchez de Lozada de firmar un contrato con un consorcio encabezado por Pacific LNG en conjunto con REPSOL, la empresa petrolera estatal española, para producir y exportar gas natural a Estados Unidos y México. En efecto, la utilidad sería volcada a los intereses extranjeros a cambio de un royalty anual de alrededor de 500 millones de dólares. El gobierno prometió que el dinero sería destinado a programas sociales y proyectos de desarrollo.
Casi inmediatamente, políticos de la oposición manifestaron que los acuerdos del gobierno eran una farsa para privar a los hogares bolivianos de gas para cocinar (En realidad, las reservas del país, incluso con las exportaciones proyectadas, se estima que son suficientes para proveer al mercado doméstico y extranjero por siglos.) Para complicar aún más las cosas - desde el punto de vista populista - estaba el plan para transportar el gas a través de puertos chilenos que antes pertenecían a Bolivia. Los bolivianos nunca se reconciliaron entre sí por la pérdida de su salida al mar con Chile en la Guerra del Pacífico (1879), y su recuperación fue un objetivo al cual casi toda fuerza política en el país al menos ha servido un poco desde entonces. Tal como le dijo un fabricante de cerveza a un periodista estadounidense, "¡un verdadero boliviano moriría antes de pagarle a Chile por el uso de lo que en derecho nos pertenece! (Washington Post, 28 de septiembre). Si el país tenía que exportar gas, decían muchos críticos, que el gasoducto salga por puertos peruanos (Perú fue el aliado de Bolivia en la Guerra del Pacífico). La sugerencia es, en realidad, un impedimento; dado que la distancia de los puertos peruanos es aproximadamente el doble de la de Chile, dicha alternativa agregaría cerca de mil millones de dólares al costo y motivaría a los inversores a salirse todos juntos. Mientras tanto, Carlos Mesa, el ex vicepresidente que sucedió a Sánchez de Lozada declaró que sostendrá un plebiscito para determinar si el proyecto del gas debe seguir. Su rechazo es más que una conclusión obvia.
En Washington, varios días después de su salida, el ex presidente Sánchez de Lozada advirtió a un grupo de analistas políticos de América Latina que el resultado bien podía ser el quiebre de Bolivia en dos países separados - uno constituido por los departamentos de baja altura, como Santa Cruz y la rica en gas natural Tarija, que tiene un producto legítimo para vender al mercado mundial; la otra, la región montañosa boliviana, que se remodelaría en la República del Narcotráfico de hecho, si no en nombre. Naturalmente, los traficantes de droga fuertemente involucrados en los disturbios y protestas que provocaron la caída del presidente. Pero no estaban solos - un número de organizaciones no gubernamentales (financiadas desde el extranjero) estaban involucradas, muchas de las cuales son legítimas pero fueron secuestradas por intereses de la droga y la izquierda radical y grupos antiglobalización (El ex presidente también sugirió siempre indirectamente que parte del financiamiento de estas organizaciones bien podría venir del presidente de Venezuela, Hugo Chávez). En realidad, sólo con algo de exageración la caída de Sánchez de Lozada podría ser vista como el primer golpe de estado conducido por ONGs en la historia de América Latina.
Líderes de la rebelión
Las dos personalidades sobresalientes que más se han beneficiado de estos eventos son Felipe Quispe y Evo Morales, dos políticos indígenas que explotaron - y en cierta medida crearon - la emergente identidad política en Bolivia, en la cual el "neoliberalismo" es representado meramente como un episodio más en la opresión a los morenos por parte de los "conquistadores" blancos y sus cómplices locales. El último es particularmente importante por ser el líder elegido de una organización conocida como el Consejo Andino de Productores de Hoja de Coca (CAPHC) y el sorpresivo personaje ascendente en las últimas elecciones presidenciales. Este grupo dice representar los intereses legítimos de quienes cultivan coca, que dicen que es una parte inofensiva de la cultura indígena, utilizada para champús, té medicinal, y pasta de dientes. Aquellos (como Estados Unidos) que favorecen la erradicación del cultivo están - dicen - involucrándose claramente en el genocidio de una cultura. Si las hojas de coca encuentran su camino hasta la cocaína, esto no tiene nada que ver con ellos - este argumento poco ingenuo incluso ¡ha recibido espacio en la página de editorial del New York Times! - sino que es la culpa de extranjeros (no identificables) que de alguna manera obtienen el cultivo y lo procesan, y también, naturalmente, los consumidores de la droga terminada en Estados Unidos. Analistas más creíbles ven al CAPHC como una organización pantalla de los cultivadores de coca que proveen a los narcotraficantes con la materia prima que necesitan para producir cocaína.
Quispe y Morales también están jugando otras dos cartas por todo lo que valen: antiglobalización y anti-norteamérica. Morales culpa a Estados Unidos por la pobreza de América Latina y pide la creación de una única nación Latinoamericana (con su propio ejército, moneda y gobierno) capaz de defenderse de la "permanente agresión" de Estados Unidos. En una reciente reunión en La Habana, también llamó a transformar Latinoamérica en una "nueva Vietnam" para Washington. La mezcla de resentimiento racial con marxismo primitivo es una cabeza efervescente, y lleva a que se pueda convertir a Bolivia en el país más disfuncional de Sudamérica - es decir, si es que sigue siendo un país en lugar de dos.
Una cosa es cierta: la renuncia de Sánchez de Lozada no ha extinguido las llamas de la rebelión. Morales, Quispe y sus seguidores ya le han avisado al presidente Mesa que tendrá el mismo destino si persiste en políticas similares.
Cauteloso del mercado, pero ¿cuál es la alternativa?
El caso boliviano es interesante porque ilustra en un alivio exagerado los límites del "Consenso de Washington" - un término a mano para las políticas de libre mercado y de privatización que han sido la orden del día en gran parte de América Latina durante la última docena de años. Tal como le dijo el mismo trabajador cervecero citado más arriba al Washington Post, "ya hemos vendido nuestros trenes, nuestra aerolínea, nuestra electricidad, y el gobierno dijo que sería mejor para nosotros. Bueno, quizás fue mejor para ellos, pero el resto de nosotros estamos todos desempleados y hambrientos. Somos más pobres que nunca, y ahora quieren vender justo lo único que tiene valor en Bolivia"- refiriéndose, en este caso, a los depósitos de gas natural.
Claramente, el éxito de la economía de libre mercado en cualquier país depende mucho más que quién posee o extrae los recursos naturales básicos. Los bolivianos tendrán sus razones para parecer lo bastante escépticos de que los 500 millones de dólares o más, que el país recibiría en royalties por la explotación del gas natural, fueran a ser realmente utilizados en proyectos de desarrollo. Después de todo, ¿qué sucedió con el dinero que el tesoro recibió de la venta de las otras utilidades? El grado de integridad, transparencia, y seriedad con el cual los gobiernos latinoamericanos administran sus recursos obviamente determina la credibilidad de sus políticas macro y su capacidad futura para mediar entre inversores extranjeros y sus constituciones domésticas. Dicho esto, mantener el gas de Bolivia en la tierra, socializar una economía de extrema pobreza, y revolcarse en identidades políticas sin sentido no van a crear empleo, alimentar a quienes tienen hambre, o educar a la próxima generación. Tampoco lo hará una orgía anti-estadounidense. De hecho, una revolución Quispe-Morales - ya sea mediante las urnas u otros medios - tiene la perspectiva, no de "otra Vietnam" ni nada parecido, sino de una república disfuncional y posiblemente dividida, que sería una amenaza más inmediata para sí misma que para Estados Unidos. Después de todo, en estos días Washington tiene problemas más pesados a los cuales dedicarse antes que otros climas.
Mark Falcoff es investigador residente en American Enterprise Institute.
Traducción de Hernán Alberro.