Prensa
La experiencia chilena
Hace pocos días, y atentos al consejo latino exemplum docet (el ejemplo enseña), el Cadal -Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina- y el Instituto de Ciencia Política de la Universidad Católica organizaron una jornada sobre las lecciones que la experiencia chilena podría ofrecer a la Argentina, y en la que tomaron parte políticos, funcionarios y académicos de ambos países.
Fuente: La Nación (Argentina)
Por Eugenio Kvaternik
Para LA NACION
Hace pocos días, y atentos al consejo latino exemplum docet (el ejemplo enseña), el Cadal -Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina- y el Instituto de Ciencia Política de la Universidad Católica organizaron una jornada sobre las lecciones que la experiencia chilena podría ofrecer a la Argentina, y en la que tomaron parte políticos, funcionarios y académicos de ambos países.
Es saludable sentir una sana envidia frente a un país que, como Chile, hace veinte años crece sin interrupción, que en diez años ha disminuido sus niveles de pobreza a la mitad -del 48% a cerca del 25%- mientras nosotros los hemos duplicado, llegando casi al 50%; que ha firmado tratados de libre comercio con los EE.UU., Europa y Corea, convirtiendo un país de 17 millones de habitantes en un mercado de 900 millones, cuyas exportaciones componen el 35% de su producto en contraste con el 15% del nuestro, y cuyos niveles de ingreso, históricamente muy inferiores a los nuestros, son hoy levemente superiores.
Para esta república abierta a los mares, al comercio y al flujo de las ideas podemos tomar prestado, sin exageración alguna, el elogio que Tucídides ponía en boca de Pericles cuando afirmaba que Atenas era un ejemplo para toda Grecia, que sus instituciones de gobierno no eran imitación de nadie y que, por el contrario, merecían ser imitadas por las otras ciudades griegas, y que tolerantes y libres en su vida privada, en los asuntos públicos los atenienses se atenían a la ley.
¿Cómo podemos explicar una transformación de tamaño porte y signo en un lapso relativamente corto?
Mancur Olson decía que ciertas catástrofes, como una guerra perdida, una ocupación externa o una hiperinflación, pueden tener valor pedagógico y generar los anticuerpos que una nación necesita para desembarazarse de la esclerosis que la corroe; Chile parece haberle dado la razón.
Su historia, entre mediados de los sesenta y fines de los ochenta, es la de una polarización que, como una obra de teatro, se despliega en tres actos: el reformista, el revolucionario y el violento. La polarización reformista se desencadena en el gobierno demócrata cristiano de Frei Montalva, que lleva a cabo una profunda reforma agraria y se alinea así a la derecha, que en las elecciones de 1964 lo había votado para evitar el triunfo de la izquierda; la revolucionaria la desata, en 1970, el gobierno marxista de la Unidad Popular de Salvador Allende con la ocupación y expropiación ilegal de tierras y de fábricas (al no tener mayoría en el Congreso, no obtuvo una ley que legalizara las expropiaciones) y la obra culminará con la polarización violenta de la era Pinochet, que provoca, con su estrategia represiva, la respuesta del terrorismo comunista a principios de los 80. Estas tres polarizaciones convirtieron a Chile, como dicen A. Valenzuela y P. Constable, en una nación de enemigos.
La respuesta de los chilenos a este pasado traumático ha sido ejemplar y puede ser resumida en esta fórmula: legalidad, aprendizaje y reforma.
El legalismo, atributo del acervo cultural chileno, se manifestó no sólo en que el propio Pinochet necesitó dictar una Constitución para justificar su dominio, sino que el pasaje a la democracia también se hizo en el marco de esa Constitución, cuando eliminados y reformados algunos de los artículos más controvertidos y urticantes para el consenso democrático, militares y civiles, gobierno y oposición, se atuvieron a la ley para evitar lo que Ortega y Gasset denominaba la "subitaneidad del tránsito".
Al acabar la hostilidad histórica entre la democracia cristiana y el Partido Socialista y construir ambos la coalición que gobierna hace catorce años, el país trasandino volvió a los acuerdos y consensos que habían sido el rasgo distintivo de la cultura política chilena hasta 1964.
Finalmente, y como ya fue señalado al comienzo, Chile se embarcó en un audaz proceso de apertura e inserción en el marco de la economía globalizada que tuvo su momento decisivo cuando el gobierno del presidente Aylwin, que sucedió a Pinochet, consolidó y profundizó las reformas, borrando en la pila bautismal del consenso democrático lo que Arturo Fontaine Talavera denominó como el pecado original de la transformación capitalista chilena, es decir, su imposición por la fuerza.
Todos estos cambios se consolidan hoy cuando la justicia chilena, independiente y libre del legado de Pinochet, juzga y sanciona a los responsables de la represión ilegal.
De este modo, las convulsiones de casi tres décadas le han servido al pueblo chileno para reafirmar hábitos viejos y saludables, volver a ejercitar algunos que, como la política de acuerdos, habían caído en desuso, e incorporar algunos que desconocía, como la apertura al mundo y a la competencia.
La intuición de Olson válida para Chile no lo ha sido para nosotros, que hemos reaccionado de manera opuesta a estímulos similares. El equivalente de las tres polarizaciones de Chile han sido la violencia guerrillera, la represión ilegal, una guerra y dos hiperinflaciones, una hiperdevaluación y un default. Salvo una ocupación externa, no hay medicina desde la aspirina a la cicuta que no hayamos bebido, y ninguna nos ayuda. Por el contrario, nuestras catástrofes generan lo que los sociólogos denominan anomia, es decir, la ausencia y/o ruptura de las normas y valores que regulan la convivencia social y el esfuerzo colectivo.
En los años 90 creíamos en la santidad e inviolabilidad de los contratos económicos y políticos, convencidos de que su ruptura por medio de la devaluación y del golpe de Estado había sido en el pasado la fuente de casi todos nuestros infortunios políticos y económicos. Hoy, luego de la debacle de 2001, ¿creemos verdaderamente en lo opuesto o, simplemente, hacemos la vista gorda sobre lo que pasó? Esta parecería ser nuestra única y original constancia, es decir, ser un país que hace setenta años concibe cada fiasco como el último acto de una obra que se levanta por falta de público, y al episodio que lo sucede, como el prólogo de un estreno exitoso.
Ninguna de estas experiencias traumáticas nos ha servido para generar una fórmula como la chilena, de hábitos que se refuerzan, de hábitos que se recuperan y de hábitos que se incorporan.
Hoy, el diagnóstico de esta enfermedad tocquevilleana -el divorcio entre leyes y hábitos- es que no tenemos instituciones. Instituciones, instituciones. he aquí la exclamación que recorre la academia, las redacciones, la política y el mundo empresarial.
¿Se trata de un anhelo o de un lamento?
En su obra Las tres hermanas, Chejov nos proporciona un ejemplo de anhelos estériles a través de la historia de tres damas rusas de provincia que pasan su vida anhelando ir a Moscú, destino al que nunca llegan. El anhelo acabará para ellas en lamento. Incapaces de reformarnos, damos vuelta la metamorfosis de las damas rusas y tomamos nuestro lamento por un anhelo. Lamento que se prolonga y realimenta cuando, abandonados a la melancolía comparativa, miramos países como Italia y España, que, a fines de los años 40, ni siquiera nos seguían el tranco o aquellos con los que nos medíamos exitosamente en los años 20, como Australia, Canadá y Nueva Zelanda, y que hoy nos parecen inalcanzables. Sacaríamos mayor provecho, en cambio, si despojada de nostalgias enfermizas y enancada en un sano hábito de emulación, nuestra mirada tuviese como norte a Chile, Atenas novísima allende los Andes.
Para finalizar, nada mejor que recordar algo que parece haber sido escrito para nosotros por Diego Portales, el gran hombre público chileno del siglo XIX. Constatando que en Chile "la ley no sirve para otra cosa que no sea producir la anarquía, la ausencia de sanción, el libertinaje, el pleito eterno, el compadrazgo y la amistad" urgía a sus compatriotas para superar ese estado de cosas que "la ley la hace uno procediendo con honradez y sin espíritu de favor".
El autor es profesor de Teoría Política en las universidades del Salvador y de Buenos Aires
http://www.lanacion.com.ar/04/06/15/do_610356.php
La Nación (Argentina)
Por Eugenio Kvaternik
Para LA NACION
Hace pocos días, y atentos al consejo latino exemplum docet (el ejemplo enseña), el Cadal -Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina- y el Instituto de Ciencia Política de la Universidad Católica organizaron una jornada sobre las lecciones que la experiencia chilena podría ofrecer a la Argentina, y en la que tomaron parte políticos, funcionarios y académicos de ambos países.
Es saludable sentir una sana envidia frente a un país que, como Chile, hace veinte años crece sin interrupción, que en diez años ha disminuido sus niveles de pobreza a la mitad -del 48% a cerca del 25%- mientras nosotros los hemos duplicado, llegando casi al 50%; que ha firmado tratados de libre comercio con los EE.UU., Europa y Corea, convirtiendo un país de 17 millones de habitantes en un mercado de 900 millones, cuyas exportaciones componen el 35% de su producto en contraste con el 15% del nuestro, y cuyos niveles de ingreso, históricamente muy inferiores a los nuestros, son hoy levemente superiores.
Para esta república abierta a los mares, al comercio y al flujo de las ideas podemos tomar prestado, sin exageración alguna, el elogio que Tucídides ponía en boca de Pericles cuando afirmaba que Atenas era un ejemplo para toda Grecia, que sus instituciones de gobierno no eran imitación de nadie y que, por el contrario, merecían ser imitadas por las otras ciudades griegas, y que tolerantes y libres en su vida privada, en los asuntos públicos los atenienses se atenían a la ley.
¿Cómo podemos explicar una transformación de tamaño porte y signo en un lapso relativamente corto?
Mancur Olson decía que ciertas catástrofes, como una guerra perdida, una ocupación externa o una hiperinflación, pueden tener valor pedagógico y generar los anticuerpos que una nación necesita para desembarazarse de la esclerosis que la corroe; Chile parece haberle dado la razón.
Su historia, entre mediados de los sesenta y fines de los ochenta, es la de una polarización que, como una obra de teatro, se despliega en tres actos: el reformista, el revolucionario y el violento. La polarización reformista se desencadena en el gobierno demócrata cristiano de Frei Montalva, que lleva a cabo una profunda reforma agraria y se alinea así a la derecha, que en las elecciones de 1964 lo había votado para evitar el triunfo de la izquierda; la revolucionaria la desata, en 1970, el gobierno marxista de la Unidad Popular de Salvador Allende con la ocupación y expropiación ilegal de tierras y de fábricas (al no tener mayoría en el Congreso, no obtuvo una ley que legalizara las expropiaciones) y la obra culminará con la polarización violenta de la era Pinochet, que provoca, con su estrategia represiva, la respuesta del terrorismo comunista a principios de los 80. Estas tres polarizaciones convirtieron a Chile, como dicen A. Valenzuela y P. Constable, en una nación de enemigos.
La respuesta de los chilenos a este pasado traumático ha sido ejemplar y puede ser resumida en esta fórmula: legalidad, aprendizaje y reforma.
El legalismo, atributo del acervo cultural chileno, se manifestó no sólo en que el propio Pinochet necesitó dictar una Constitución para justificar su dominio, sino que el pasaje a la democracia también se hizo en el marco de esa Constitución, cuando eliminados y reformados algunos de los artículos más controvertidos y urticantes para el consenso democrático, militares y civiles, gobierno y oposición, se atuvieron a la ley para evitar lo que Ortega y Gasset denominaba la "subitaneidad del tránsito".
Al acabar la hostilidad histórica entre la democracia cristiana y el Partido Socialista y construir ambos la coalición que gobierna hace catorce años, el país trasandino volvió a los acuerdos y consensos que habían sido el rasgo distintivo de la cultura política chilena hasta 1964.
Finalmente, y como ya fue señalado al comienzo, Chile se embarcó en un audaz proceso de apertura e inserción en el marco de la economía globalizada que tuvo su momento decisivo cuando el gobierno del presidente Aylwin, que sucedió a Pinochet, consolidó y profundizó las reformas, borrando en la pila bautismal del consenso democrático lo que Arturo Fontaine Talavera denominó como el pecado original de la transformación capitalista chilena, es decir, su imposición por la fuerza.
Todos estos cambios se consolidan hoy cuando la justicia chilena, independiente y libre del legado de Pinochet, juzga y sanciona a los responsables de la represión ilegal.
De este modo, las convulsiones de casi tres décadas le han servido al pueblo chileno para reafirmar hábitos viejos y saludables, volver a ejercitar algunos que, como la política de acuerdos, habían caído en desuso, e incorporar algunos que desconocía, como la apertura al mundo y a la competencia.
La intuición de Olson válida para Chile no lo ha sido para nosotros, que hemos reaccionado de manera opuesta a estímulos similares. El equivalente de las tres polarizaciones de Chile han sido la violencia guerrillera, la represión ilegal, una guerra y dos hiperinflaciones, una hiperdevaluación y un default. Salvo una ocupación externa, no hay medicina desde la aspirina a la cicuta que no hayamos bebido, y ninguna nos ayuda. Por el contrario, nuestras catástrofes generan lo que los sociólogos denominan anomia, es decir, la ausencia y/o ruptura de las normas y valores que regulan la convivencia social y el esfuerzo colectivo.
En los años 90 creíamos en la santidad e inviolabilidad de los contratos económicos y políticos, convencidos de que su ruptura por medio de la devaluación y del golpe de Estado había sido en el pasado la fuente de casi todos nuestros infortunios políticos y económicos. Hoy, luego de la debacle de 2001, ¿creemos verdaderamente en lo opuesto o, simplemente, hacemos la vista gorda sobre lo que pasó? Esta parecería ser nuestra única y original constancia, es decir, ser un país que hace setenta años concibe cada fiasco como el último acto de una obra que se levanta por falta de público, y al episodio que lo sucede, como el prólogo de un estreno exitoso.
Ninguna de estas experiencias traumáticas nos ha servido para generar una fórmula como la chilena, de hábitos que se refuerzan, de hábitos que se recuperan y de hábitos que se incorporan.
Hoy, el diagnóstico de esta enfermedad tocquevilleana -el divorcio entre leyes y hábitos- es que no tenemos instituciones. Instituciones, instituciones. he aquí la exclamación que recorre la academia, las redacciones, la política y el mundo empresarial.
¿Se trata de un anhelo o de un lamento?
En su obra Las tres hermanas, Chejov nos proporciona un ejemplo de anhelos estériles a través de la historia de tres damas rusas de provincia que pasan su vida anhelando ir a Moscú, destino al que nunca llegan. El anhelo acabará para ellas en lamento. Incapaces de reformarnos, damos vuelta la metamorfosis de las damas rusas y tomamos nuestro lamento por un anhelo. Lamento que se prolonga y realimenta cuando, abandonados a la melancolía comparativa, miramos países como Italia y España, que, a fines de los años 40, ni siquiera nos seguían el tranco o aquellos con los que nos medíamos exitosamente en los años 20, como Australia, Canadá y Nueva Zelanda, y que hoy nos parecen inalcanzables. Sacaríamos mayor provecho, en cambio, si despojada de nostalgias enfermizas y enancada en un sano hábito de emulación, nuestra mirada tuviese como norte a Chile, Atenas novísima allende los Andes.
Para finalizar, nada mejor que recordar algo que parece haber sido escrito para nosotros por Diego Portales, el gran hombre público chileno del siglo XIX. Constatando que en Chile "la ley no sirve para otra cosa que no sea producir la anarquía, la ausencia de sanción, el libertinaje, el pleito eterno, el compadrazgo y la amistad" urgía a sus compatriotas para superar ese estado de cosas que "la ley la hace uno procediendo con honradez y sin espíritu de favor".
El autor es profesor de Teoría Política en las universidades del Salvador y de Buenos Aires
http://www.lanacion.com.ar/04/06/15/do_610356.php