Artículos
Instituto Václav Havel
¿Cuál debería ser el espíritu de nuestra política exterior?
Los derechos humanos son universales e indivisibles. La libertad humana también es indivisible: si se la niega a alguien en el mundo, entonces se la niega, indirectamente, a todos. Por esto no podemos quedarnos en silencio frente al mal o la violencia; el silencio simplemente los incentiva. Checoslovaquia ha tenido una experiencia amarga en la política de ceder ante el mal; a su tiempo, esa política llevó a la pérdida de nuestra existencia como país. No es un accidente, por ende, que seamos especialmente sensibles frente a la indivisibilidad de la libertad. Por Václav Havel
Ya he hablado de los objetivos de nuestra política exterior. Pero si deben tener una razón de ser y sentido común, y si tienen que estar vinculados lógicamente entre sí, estos objetivos deben asumir algo más, algo que llamaría el espíritu de la política exterior. Al igual que un país debe tener su propio espíritu, su propia idea, su identidad espiritual, también la debe tener su política exterior.
Todo lo demás debe surgir de este espíritu esencial. Es lo que determina la cara, o el estilo, de la política exterior. Este espíritu por sí solo puede en última instancia dar a nuestra independencia la sustancia específica, el sentido y el perfil que necesita.
Entonces, ¿cuál es y cuál debería ser el espíritu de nuestra política exterior? Sus lineamientos básicos surgieron y tomaron forma en el movimiento opositor de los últimos veinte años, en nuestro énfasis sobre los derechos humanos y nuestra lucha no violenta para que dichos derechos se respeten.
Nuestras políticas – externas e internas – nunca deben basarse en una ideología; deben surgir de las ideas, por encima de todo de la idea de derechos humanos entendida como la humanidad moderna.
La libertad individual, la igualdad, la universalidad de los derechos civiles (incluyendo el derecho a la propiedad privada), el estado de derecho, un sistema político democrático, el autogobierno local, la división de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, el resurgimiento de la sociedad civil – todos estos surgen de la idea de derechos humanos y todos son el cumplimiento de esa idea.
Los derechos humanos son universales e indivisibles. La libertad humana también es indivisible: si se la niega a alguien en el mundo, entonces se la niega, indirectamente, a todos. Por esto no podemos quedarnos en silencio frente al mal o la violencia; el silencio simplemente los incentiva. Checoslovaquia ha tenido una experiencia amarga en la política de ceder ante el mal; a su tiempo, esa política llevó a la pérdida de nuestra existencia como país. No es un accidente, por ende, que seamos especialmente sensibles frente a la indivisibilidad de la libertad. Enviamos nuestras fuerzas al Golfo Pérsico para declarar una vez más nuestro apoyo a ese principio – no porque quisiéramos congraciarnos con los estadounidenses.
El respeto por la universalidad de los derechos humanos y civiles, su inalienabilidad e indivisibilidad, es posible cuando se comprende – al menos en sentido filosófico – que uno
es “responsable por todo el mundo” y que uno debe comportarse de la manera en que todos deben comportarse, aun cuando no todos lo hagan.
Este sentido de responsabilidad surge de la experiencia de ciertos imperativos morales que lo llevan a uno a trascender el horizonte de los propios intereses personales y a estar preparado todo el tiempo a defender el bien común, e incluso a sufrir por él. Al igual que nuestra “disidencia” se anclaba en esta base moral, el espíritu de la política exterior debería surgir de aquí, y más aún, continuar creciendo.
En otras palabras, no debería ser una política exterior pragmática, egoísta, desconsiderada y despreocupada, para promover los intereses de nuestro país inescrupulosamente en detrimento de todos los demás. En su lugar debería ser una política que vea nuestros propios intereses como una parte esencial del interés común, una que nos impulse todo el tiempo a involucrarnos, incluso cuando no hay un beneficio inmediato que podamos obtener. Debería ser, por lo tanto, una política guiada por una “mayor responsabilidad” en la cual el mundo y los peligros globales que lo amenazan sean vistos en forma comprehensiva; una política humana, educada, sensible y decente.
Esta mayor responsabilidad no es de ninguna manera un sentido megalomaníaco de que los checos y los eslovacos somos mejores que el resto, que podemos enseñarle a los demás lo que deberían hacer, y que sabemos todas las respuestas. Por el contrario, entre los atributos de una política concebida de esta manera están la modestia y el buen gusto – que, claro está, son las cualidades que siempre acompañan a la responsabilidad genuina. El tacto, el sentido de moderación, de realidad, la comprensión de los otros, y la capacidad de hacer evaluaciones realistas – estas cualidades no están excluidas de este espíritu, sino que surgen directo de él.
Claramente, un intelectual disidente que filosofa en su estudio acerca del destino y el futuro del mundo tiene diferentes oportunidades, una posición diferente, un tipo de libertad diferente, que un político que se mueve entre las complejas realidades sociales de un tiempo y espacio particular, constantemente enfrentándose a intereses intrincados y contradictorios que habitan ese tiempo y espacio. Pero una persona que está segura de los valores en los que cree y por los que lucha, y sabe que sencillamente no puede traicionarlos, suele ser capaz de reconocer el grado de compromiso aceptable en la aplicación práctica de sus ideales, y de saber cuándo un riesgo se hace más grande de lo que puede aceptar por sí mismo.
A menudo es posible estar uno o dos pasos delante de los demás. Por ejemplo, cuando invité al tibetano Dalai Lama aquí y fui el primer gobernante en reunirse con él, muchos otros políticos pragmáticos me advirtieron que China se disgustaría. Finalmente, China no nos invadió en represalia, ni cancelaron ningún contrato. Pero el Dalai Lama fue recibido subsecuentemente por muchos otros gobernantes. Había, por supuesto, cierto riesgo en lo
que hice, pero sentí que, en interés de una cosa generalmente buena, este riesgo podía asumirse. De forma similar, los pragmáticos sostuvieron que no fue estratégico establecer relaciones con Boris Yeltsin. Su viaje a Checoslovaquia en mayo de 1991 fue su primera visita oficial fuera de la URSS como presidente del Soviet Supremo y el mundo aún lo miraba de reojo. En este caso también, la decencia dio sus frutos.
Por otro lado, por lo general no es bueno estar muy adelante del resto. Cierto, es un camino fácil a la gloria, pero el riesgo puede superar por mucho el significado actual de las buenas intenciones. Más aún, uno puede perder tacto con el grupo, y así perder la oportunidad de influenciarlo positivamente.
La sensibilidad para juzgar si estamos a punto de realizar ese paso al frente inspirador, o si estamos, en un despliegue bravucón, jugando con el destino y por ende sólo generando resistencia en nuestros pares, no es de propiedad exclusiva de los pragmáticos fríos y calculadores. Por el contrario, suelen carecer de esta cualidad. Es sólo una expresión más de la responsabilidad asentada en la moral de la cual estoy hablando.
En otras palabras, actuar inteligentemente en una situación no excluye la moral, sino que es más probable que la acompañe, esté atada a ella, e incluso derive de ella porque viene de la misma fuente – el pensamiento responsable, la atención, y un diálogo con la propia conciencia.
A veces la gente dice que en mi gestión de la política exterior soy demasiado idealista, un soñador, un filósofo, un poeta, un utópico. No tengo interés de negar las impresiones o sentimientos de nadie. Simplemente destaco que, si Checoslovaquia disfruta del respeto que tiene en el mundo hoy, entonces se debe – entre otras cosas – al tipo básico de decencia y humanidad con los cuales se derrocó aquí al comunismo y la dirección moral de nuestra política exterior.
¿Perdurará este respeto o lo perderemos como resultado de nuestra incapacidad de resolver nuestros asuntos internos de manera razonable?
MEDITACIONES DE VERANO, 1991.
Traducción de Hernán Alberro.
Václav HavelIntelectual y político checo, último presidente de la República Checoslovaca y primero de la República Checa.
Su disidencia frente al régimen comunista que dominaba Checoslovaquia le llevó a pasar de la literatura a la acción: como presidente del Club de Escritores Independientes apoyó la «Primavera de Praga» (1968), lo que le costó la posterior prohibición de publicar sus obras; más tarde fue portavoz de los movimientos de defensa de los derechos humanos Carta-77 y VONS (Comité para la defensa de las personas injustamente perseguidas), por lo que fue encarcelado. Convertido en un símbolo de la lucha por las libertades, pasó un total de cinco años en la cárcel. Cuando las reformas de Gorbachov en la Unión Soviética debilitaron la posición de la dictadura comunista en Checoslovaquia, Havel participó en la fundación del Foro Cívico en el que quedó aglutinada la mayor parte de la oposición (1989). Encabezó la llamada «Revolución de Terciopelo» de aquel año, que, apoyada por una gran movilización popular, consiguió el desmantelamiento de la dictadura sin derramamiento de sangre e instauró en Checoslovaquia un régimen democrático, del que el propio Havel fue elegido presidente.
Ya he hablado de los objetivos de nuestra política exterior. Pero si deben tener una razón de ser y sentido común, y si tienen que estar vinculados lógicamente entre sí, estos objetivos deben asumir algo más, algo que llamaría el espíritu de la política exterior. Al igual que un país debe tener su propio espíritu, su propia idea, su identidad espiritual, también la debe tener su política exterior.
Todo lo demás debe surgir de este espíritu esencial. Es lo que determina la cara, o el estilo, de la política exterior. Este espíritu por sí solo puede en última instancia dar a nuestra independencia la sustancia específica, el sentido y el perfil que necesita.
Entonces, ¿cuál es y cuál debería ser el espíritu de nuestra política exterior? Sus lineamientos básicos surgieron y tomaron forma en el movimiento opositor de los últimos veinte años, en nuestro énfasis sobre los derechos humanos y nuestra lucha no violenta para que dichos derechos se respeten.
Nuestras políticas – externas e internas – nunca deben basarse en una ideología; deben surgir de las ideas, por encima de todo de la idea de derechos humanos entendida como la humanidad moderna.
La libertad individual, la igualdad, la universalidad de los derechos civiles (incluyendo el derecho a la propiedad privada), el estado de derecho, un sistema político democrático, el autogobierno local, la división de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, el resurgimiento de la sociedad civil – todos estos surgen de la idea de derechos humanos y todos son el cumplimiento de esa idea.
Los derechos humanos son universales e indivisibles. La libertad humana también es indivisible: si se la niega a alguien en el mundo, entonces se la niega, indirectamente, a todos. Por esto no podemos quedarnos en silencio frente al mal o la violencia; el silencio simplemente los incentiva. Checoslovaquia ha tenido una experiencia amarga en la política de ceder ante el mal; a su tiempo, esa política llevó a la pérdida de nuestra existencia como país. No es un accidente, por ende, que seamos especialmente sensibles frente a la indivisibilidad de la libertad. Enviamos nuestras fuerzas al Golfo Pérsico para declarar una vez más nuestro apoyo a ese principio – no porque quisiéramos congraciarnos con los estadounidenses.
El respeto por la universalidad de los derechos humanos y civiles, su inalienabilidad e indivisibilidad, es posible cuando se comprende – al menos en sentido filosófico – que uno
es “responsable por todo el mundo” y que uno debe comportarse de la manera en que todos deben comportarse, aun cuando no todos lo hagan.
Este sentido de responsabilidad surge de la experiencia de ciertos imperativos morales que lo llevan a uno a trascender el horizonte de los propios intereses personales y a estar preparado todo el tiempo a defender el bien común, e incluso a sufrir por él. Al igual que nuestra “disidencia” se anclaba en esta base moral, el espíritu de la política exterior debería surgir de aquí, y más aún, continuar creciendo.
En otras palabras, no debería ser una política exterior pragmática, egoísta, desconsiderada y despreocupada, para promover los intereses de nuestro país inescrupulosamente en detrimento de todos los demás. En su lugar debería ser una política que vea nuestros propios intereses como una parte esencial del interés común, una que nos impulse todo el tiempo a involucrarnos, incluso cuando no hay un beneficio inmediato que podamos obtener. Debería ser, por lo tanto, una política guiada por una “mayor responsabilidad” en la cual el mundo y los peligros globales que lo amenazan sean vistos en forma comprehensiva; una política humana, educada, sensible y decente.
Esta mayor responsabilidad no es de ninguna manera un sentido megalomaníaco de que los checos y los eslovacos somos mejores que el resto, que podemos enseñarle a los demás lo que deberían hacer, y que sabemos todas las respuestas. Por el contrario, entre los atributos de una política concebida de esta manera están la modestia y el buen gusto – que, claro está, son las cualidades que siempre acompañan a la responsabilidad genuina. El tacto, el sentido de moderación, de realidad, la comprensión de los otros, y la capacidad de hacer evaluaciones realistas – estas cualidades no están excluidas de este espíritu, sino que surgen directo de él.
Claramente, un intelectual disidente que filosofa en su estudio acerca del destino y el futuro del mundo tiene diferentes oportunidades, una posición diferente, un tipo de libertad diferente, que un político que se mueve entre las complejas realidades sociales de un tiempo y espacio particular, constantemente enfrentándose a intereses intrincados y contradictorios que habitan ese tiempo y espacio. Pero una persona que está segura de los valores en los que cree y por los que lucha, y sabe que sencillamente no puede traicionarlos, suele ser capaz de reconocer el grado de compromiso aceptable en la aplicación práctica de sus ideales, y de saber cuándo un riesgo se hace más grande de lo que puede aceptar por sí mismo.
A menudo es posible estar uno o dos pasos delante de los demás. Por ejemplo, cuando invité al tibetano Dalai Lama aquí y fui el primer gobernante en reunirse con él, muchos otros políticos pragmáticos me advirtieron que China se disgustaría. Finalmente, China no nos invadió en represalia, ni cancelaron ningún contrato. Pero el Dalai Lama fue recibido subsecuentemente por muchos otros gobernantes. Había, por supuesto, cierto riesgo en lo
que hice, pero sentí que, en interés de una cosa generalmente buena, este riesgo podía asumirse. De forma similar, los pragmáticos sostuvieron que no fue estratégico establecer relaciones con Boris Yeltsin. Su viaje a Checoslovaquia en mayo de 1991 fue su primera visita oficial fuera de la URSS como presidente del Soviet Supremo y el mundo aún lo miraba de reojo. En este caso también, la decencia dio sus frutos.
Por otro lado, por lo general no es bueno estar muy adelante del resto. Cierto, es un camino fácil a la gloria, pero el riesgo puede superar por mucho el significado actual de las buenas intenciones. Más aún, uno puede perder tacto con el grupo, y así perder la oportunidad de influenciarlo positivamente.
La sensibilidad para juzgar si estamos a punto de realizar ese paso al frente inspirador, o si estamos, en un despliegue bravucón, jugando con el destino y por ende sólo generando resistencia en nuestros pares, no es de propiedad exclusiva de los pragmáticos fríos y calculadores. Por el contrario, suelen carecer de esta cualidad. Es sólo una expresión más de la responsabilidad asentada en la moral de la cual estoy hablando.
En otras palabras, actuar inteligentemente en una situación no excluye la moral, sino que es más probable que la acompañe, esté atada a ella, e incluso derive de ella porque viene de la misma fuente – el pensamiento responsable, la atención, y un diálogo con la propia conciencia.
A veces la gente dice que en mi gestión de la política exterior soy demasiado idealista, un soñador, un filósofo, un poeta, un utópico. No tengo interés de negar las impresiones o sentimientos de nadie. Simplemente destaco que, si Checoslovaquia disfruta del respeto que tiene en el mundo hoy, entonces se debe – entre otras cosas – al tipo básico de decencia y humanidad con los cuales se derrocó aquí al comunismo y la dirección moral de nuestra política exterior.
¿Perdurará este respeto o lo perderemos como resultado de nuestra incapacidad de resolver nuestros asuntos internos de manera razonable?
MEDITACIONES DE VERANO, 1991.
Traducción de Hernán Alberro.
Su disidencia frente al régimen comunista que dominaba Checoslovaquia le llevó a pasar de la literatura a la acción: como presidente del Club de Escritores Independientes apoyó la «Primavera de Praga» (1968), lo que le costó la posterior prohibición de publicar sus obras; más tarde fue portavoz de los movimientos de defensa de los derechos humanos Carta-77 y VONS (Comité para la defensa de las personas injustamente perseguidas), por lo que fue encarcelado. Convertido en un símbolo de la lucha por las libertades, pasó un total de cinco años en la cárcel. Cuando las reformas de Gorbachov en la Unión Soviética debilitaron la posición de la dictadura comunista en Checoslovaquia, Havel participó en la fundación del Foro Cívico en el que quedó aglutinada la mayor parte de la oposición (1989). Encabezó la llamada «Revolución de Terciopelo» de aquel año, que, apoyada por una gran movilización popular, consiguió el desmantelamiento de la dictadura sin derramamiento de sangre e instauró en Checoslovaquia un régimen democrático, del que el propio Havel fue elegido presidente.