Comunicados
Promoción de la Apertura Política en Cuba
Adelanto Libro: Diplomacia y Derechos Humanos en Cuba
En una isla cerrada con aviso, ¿quiénes, si no los diplomáticos extranjeros, iban a echarles una mano a aquellos que aún se sienten hostigados por esa suerte de Gran Hermano llamado Estado o Revolución? Las proezas de esos diplomáticos, narradas en este volumen imprescindible, rico en vivencias y valentías, reflejan la capacidad del ser humano de ponerse en los zapatos de los otros en el afán de ayudarlos, aunque hablen otra lengua, profesen otra religión o sean de otro color.
Adelanto lanzamiento Libro
Diplomacia y Derechos Humanos en Cuba
De la 'Primavera Negra' a la liberación de los presos políticos
Gabriel C. Salvia (Compilador)
Editores: CADAL - Fundación Konrad Adenauer (México)
Indice
Agradecimientos
Prólogo
Jorge Elías
Introducción
Gabriel C. Salvia
Experiencias desde la Embajada de Suecia en La Habana
Ingemar Cederberg
Impresiones de un diplomático latinoamericano
Anónimo
El excepcionalismo cubano
Manual para Diplomáticos de la Comunidad de las Democracias
Entrevista a Jorge Edwards, autor de 'Persona non grata'
Gabriel C. Salvia
Los antecedentes de la diplomacia comprometida
Pablo Brum y Mariana Dambolena
Anexos
Solicitud de reconocimiento al Movimiento Cívico Cubano, 19 de enero de 2004.
Declaración 'El ejercicio de los derechos no es delito', 18 de marzo de 2010.
Recomendación a la Organización de Estados Americanos (OEA) y adhesiones recibidas desde Cuba, 13 de abril de 2011.
PROLOGO
Por Jorge Elías
En palabras de George Orwell, 'no se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura'. Esa sentencia, inscripta en su novela 1984, publicada en 1949, iba a cumplirse en una isla remota del Caribe, Cuba, una década después. En ese momento, el primer día de 1959, el mundo veía con simpatía la gesta de los muchachos barbudos e idealistas que habían derrocado al nefasto régimen de Fulgencio Batista. La izquierda de entonces, sobre todo la latinoamericana, vislumbraba un faro capaz de alumbrarla con más vigor que el emplazado en Moscú y de alentar con más énfasis a los movimientos de descolonización de Africa.
En una región plagada de dictaduras, la revolución cubana no despertaba temor alguno de convertirse en aquello que había combatido y extirpado: una dictadura. Batista huyó a la República Dominicana, donde encontró cobijo en la hospitalidad de su entrañable amigo Leónidas Trujillo, otro dictador. En Miami, la diáspora cubana celebraba el desenlace. Era un nuevo amanecer hasta que, a mitad del día, inesperados nubarrones cubrieron rápidamente el firmamento. Nuevas camadas de cubanos, ahora víctimas de atropellos, expropiaciones, nacionalizaciones, reformas agrarias y cárceles, comenzaron a dejar sus huellas en las playas de la Florida.
Siempre 'sospechamos que la verdad es lo opuesto de lo que nos han dicho', según Zygmunt Bauman. En este caso, Orwell había sido profético: una dictadura sucedió a otra dictadura. En más de medio siglo, el poder encarnado en Fidel y Raúl Castro se valió para perpetuarse de un error cometido en 1962 por el presidente norteamericano John F. Kennedy: imponerle a la isla el bloqueo comercial, condenado desde 1992 por las Naciones Unidas. Cual víctima, el único régimen comunista de América latina, y uno de los pocos del planeta, ha aplicado el principio de no intromisión para prevenirse de quienes osaran cuestionar su desprecio a las libertades y los derechos humanos.
En una isla cerrada con aviso, ¿quiénes, si no los diplomáticos extranjeros, iban a echarles una mano a aquellos que aún se sienten hostigados por esa suerte de Gran Hermano llamado Estado o Revolución? Eran héroes anónimos hasta que, gracias al esfuerzo y la constancia de Gabriel Salvia, el Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (Cadal) instituyó el Premio a la Diplomacia Comprometida en Cuba, otorgado en virtud de los votos de los propios demócratas cubanos.
Las proezas de esos diplomáticos, narradas en este volumen imprescindible, rico en vivencias y valentías, reflejan la capacidad del ser humano de ponerse en los zapatos de los otros en el afán de ayudarlos, aunque hablen otra lengua, profesen otra religión o sean de otro color. Esa capacidad va más allá del cargo que ocupen: responde a la voluntad y la sensibilidad de cada uno de ellos, así como a la firmeza de sus convicciones democráticas. Quienes pudieron haber disfrutado una estancia placentera en un sitio paradisíaco han obrado según sus principios; la mayoría, solos y sin red. ¿Qué mejor aliciente entonces que premiar la labor silenciosa de un cuerpo reservado en su expresión y discreto en su proceder?
Este libro, prolijamente compilado como reseña de lo que pasó y advertencia de lo que puede pasar, es un tributo a aquellos que honraron la vida, más que su profesión y su carrera. Allí donde una o mil voces reclaman libertades, vedadas por una tiranía de cualquier signo y factor, quienes gozan de esa prerrogativa en sus países no deberían inhibirse en alzar la suya para acompañarlas. Sobre la curtida piel de los cubanos, la entelequia del hombre nuevo, abrazada por intelectuales de pretendido sesgo progresista, se ha nutrido de ejecuciones, confinamientos, censuras y otras crueldades. La sentencia de Orwell era acertada, por más que no tuviera un destinatario preciso fuera de Europa.
En Cuba, aupada en la región por una izquierda retrógrada que justifica con la comodidad de vivir fuera de la isla la falta de libertades y las violaciones de los derechos humanos, el régimen apresó en 2003 a más de 75 disidentes (entre ellos, 27 periodistas) y fusiló a tres infelices que intentaban huir en balsa. Coincidieron esos trágicos sucesos con otro no menos funesto que Fidel Castro quiso usar como pantalla: el comienzo de la guerra contra Irak. Varios se alzaron contra esa desmesura, amparada en la presunta conexión de los caídos en desgracia con el vil 'imperialismo yanqui'. De haber sido cierto, ninguno habría sido excarcelado en los años siguientes.
En ese período, tristemente recordado como la Primavera Negra de Cuba, el embajador de Alemania en La Habana, Hans-Ulrich Lunscken, organizó una recepción para el cuerpo diplomático y las autoridades de la isla y otra, más tarde, para la sociedad civil con motivo del día nacional de su país. Ningún funcionario gubernamental se atrevió a pisar los jardines de la residencia. Instituyó de ese modo el embajador Lunscken, fallecido en 2008, la diplomacia del canapé, alentada por otros gobiernos europeos. Consistía en equiparar a todos los cubanos, más allá de banderías políticas, en las fiestas nacionales de sus países.
A los ojos del rabino Nilton Bonder, autor de El alma inmoral, 'toda ley sólo es legítima si encierra un interés que no sea el de mantenerse a sí misma, a su cuerpo intacto; sino el de expresar declaradamente la preferencia por desobedecer (si eso pasa a significar respeto) en detrimento de obedecer (si eso representa falta de respeto)'. Pocas veces, la diplomacia ha tenido oportunidad de implicarse en una causa justa, como ha ocurrido en Cuba, a costa de no acatar las leyes, de ser desobediente.
En el comienzo, los Estados-ciudades griegos enviaban al exterior a sus mejores oradores. Eran emisarios, más que embajadores. Los emperadores bizantinos comenzaron a llevar instrucciones no sólo de representar los intereses del Imperio en cortes de déspotas bárbaros, sino también de suministrar informes acerca de la situación doméstica en los países extranjeros. Los diplomáticos, reconocidos como tales en el Congreso de Viena de 1815, no tenían buena reputación: sobornaban cortesanos, propiciaban rebeliones, alentaban a políticos opositores e intervenían en asuntos internos de los países en los cuales estaban acreditados. Eran 'honorables espías'.
Si la máquina de vapor, el telégrafo, el avión y el teléfono contribuyeron a modificar su rutina, Internet ha hecho ahora lo suyo. El cuarto de millón de comunicaciones confidenciales y secretas ventilado por WikiLeaks ha apurado ese cambio. Los Estados Unidos pagan el precio de un descuido, tildado de 'robo', cuyas consecuencias precipitan la reinvención de la diplomacia como un apéndice de la defensa y el desarrollo.
Dictaduras quedan pocas. Ninguna es buena, se proclame de izquierda o de derecha. Frente a ello, uno debe ejercitar un poco la memoria y darse cuenta de que cualquiera, en la situación de un pueblo que no tiene más salida que un mar plagado de tiburones ni ve otra tierra firme que no sea la Luna, pediría auxilio.
En El señor de los anillos dice J.R.R. Tolkien: 'Muchos de los que viven merecen morir y algunos de los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos'. Debieron leerlo los Castro mucho antes de la Primavera Negra de Cuba y de otras brutalidades cometidas en nombre de la Revolución.
Pasen y lean ahora, amigos, las proezas de diplomáticos extranjeros que, desde su simple condición humana, han tenido el valor de ponerse en los zapatos de los otros con las mismas premisas alentadas por Cadal al premiarlos: no dejarlos solos ni descalzos.
Adelanto lanzamiento Libro
Diplomacia y Derechos Humanos en Cuba
De la 'Primavera Negra' a la liberación de los presos políticos
Gabriel C. Salvia (Compilador)
Editores: CADAL - Fundación Konrad Adenauer (México)
Indice
Agradecimientos
Prólogo
Jorge Elías
Introducción
Gabriel C. Salvia
Experiencias desde la Embajada de Suecia en La Habana
Ingemar Cederberg
Impresiones de un diplomático latinoamericano
Anónimo
El excepcionalismo cubano
Manual para Diplomáticos de la Comunidad de las Democracias
Entrevista a Jorge Edwards, autor de 'Persona non grata'
Gabriel C. Salvia
Los antecedentes de la diplomacia comprometida
Pablo Brum y Mariana Dambolena
Anexos
Solicitud de reconocimiento al Movimiento Cívico Cubano, 19 de enero de 2004.
Declaración 'El ejercicio de los derechos no es delito', 18 de marzo de 2010.
Recomendación a la Organización de Estados Americanos (OEA) y adhesiones recibidas desde Cuba, 13 de abril de 2011.
PROLOGO
Por Jorge Elías
En palabras de George Orwell, 'no se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura'. Esa sentencia, inscripta en su novela 1984, publicada en 1949, iba a cumplirse en una isla remota del Caribe, Cuba, una década después. En ese momento, el primer día de 1959, el mundo veía con simpatía la gesta de los muchachos barbudos e idealistas que habían derrocado al nefasto régimen de Fulgencio Batista. La izquierda de entonces, sobre todo la latinoamericana, vislumbraba un faro capaz de alumbrarla con más vigor que el emplazado en Moscú y de alentar con más énfasis a los movimientos de descolonización de Africa.
En una región plagada de dictaduras, la revolución cubana no despertaba temor alguno de convertirse en aquello que había combatido y extirpado: una dictadura. Batista huyó a la República Dominicana, donde encontró cobijo en la hospitalidad de su entrañable amigo Leónidas Trujillo, otro dictador. En Miami, la diáspora cubana celebraba el desenlace. Era un nuevo amanecer hasta que, a mitad del día, inesperados nubarrones cubrieron rápidamente el firmamento. Nuevas camadas de cubanos, ahora víctimas de atropellos, expropiaciones, nacionalizaciones, reformas agrarias y cárceles, comenzaron a dejar sus huellas en las playas de la Florida.
Siempre 'sospechamos que la verdad es lo opuesto de lo que nos han dicho', según Zygmunt Bauman. En este caso, Orwell había sido profético: una dictadura sucedió a otra dictadura. En más de medio siglo, el poder encarnado en Fidel y Raúl Castro se valió para perpetuarse de un error cometido en 1962 por el presidente norteamericano John F. Kennedy: imponerle a la isla el bloqueo comercial, condenado desde 1992 por las Naciones Unidas. Cual víctima, el único régimen comunista de América latina, y uno de los pocos del planeta, ha aplicado el principio de no intromisión para prevenirse de quienes osaran cuestionar su desprecio a las libertades y los derechos humanos.
En una isla cerrada con aviso, ¿quiénes, si no los diplomáticos extranjeros, iban a echarles una mano a aquellos que aún se sienten hostigados por esa suerte de Gran Hermano llamado Estado o Revolución? Eran héroes anónimos hasta que, gracias al esfuerzo y la constancia de Gabriel Salvia, el Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (Cadal) instituyó el Premio a la Diplomacia Comprometida en Cuba, otorgado en virtud de los votos de los propios demócratas cubanos.
Las proezas de esos diplomáticos, narradas en este volumen imprescindible, rico en vivencias y valentías, reflejan la capacidad del ser humano de ponerse en los zapatos de los otros en el afán de ayudarlos, aunque hablen otra lengua, profesen otra religión o sean de otro color. Esa capacidad va más allá del cargo que ocupen: responde a la voluntad y la sensibilidad de cada uno de ellos, así como a la firmeza de sus convicciones democráticas. Quienes pudieron haber disfrutado una estancia placentera en un sitio paradisíaco han obrado según sus principios; la mayoría, solos y sin red. ¿Qué mejor aliciente entonces que premiar la labor silenciosa de un cuerpo reservado en su expresión y discreto en su proceder?
Este libro, prolijamente compilado como reseña de lo que pasó y advertencia de lo que puede pasar, es un tributo a aquellos que honraron la vida, más que su profesión y su carrera. Allí donde una o mil voces reclaman libertades, vedadas por una tiranía de cualquier signo y factor, quienes gozan de esa prerrogativa en sus países no deberían inhibirse en alzar la suya para acompañarlas. Sobre la curtida piel de los cubanos, la entelequia del hombre nuevo, abrazada por intelectuales de pretendido sesgo progresista, se ha nutrido de ejecuciones, confinamientos, censuras y otras crueldades. La sentencia de Orwell era acertada, por más que no tuviera un destinatario preciso fuera de Europa.
En Cuba, aupada en la región por una izquierda retrógrada que justifica con la comodidad de vivir fuera de la isla la falta de libertades y las violaciones de los derechos humanos, el régimen apresó en 2003 a más de 75 disidentes (entre ellos, 27 periodistas) y fusiló a tres infelices que intentaban huir en balsa. Coincidieron esos trágicos sucesos con otro no menos funesto que Fidel Castro quiso usar como pantalla: el comienzo de la guerra contra Irak. Varios se alzaron contra esa desmesura, amparada en la presunta conexión de los caídos en desgracia con el vil 'imperialismo yanqui'. De haber sido cierto, ninguno habría sido excarcelado en los años siguientes.
En ese período, tristemente recordado como la Primavera Negra de Cuba, el embajador de Alemania en La Habana, Hans-Ulrich Lunscken, organizó una recepción para el cuerpo diplomático y las autoridades de la isla y otra, más tarde, para la sociedad civil con motivo del día nacional de su país. Ningún funcionario gubernamental se atrevió a pisar los jardines de la residencia. Instituyó de ese modo el embajador Lunscken, fallecido en 2008, la diplomacia del canapé, alentada por otros gobiernos europeos. Consistía en equiparar a todos los cubanos, más allá de banderías políticas, en las fiestas nacionales de sus países.
A los ojos del rabino Nilton Bonder, autor de El alma inmoral, 'toda ley sólo es legítima si encierra un interés que no sea el de mantenerse a sí misma, a su cuerpo intacto; sino el de expresar declaradamente la preferencia por desobedecer (si eso pasa a significar respeto) en detrimento de obedecer (si eso representa falta de respeto)'. Pocas veces, la diplomacia ha tenido oportunidad de implicarse en una causa justa, como ha ocurrido en Cuba, a costa de no acatar las leyes, de ser desobediente.
En el comienzo, los Estados-ciudades griegos enviaban al exterior a sus mejores oradores. Eran emisarios, más que embajadores. Los emperadores bizantinos comenzaron a llevar instrucciones no sólo de representar los intereses del Imperio en cortes de déspotas bárbaros, sino también de suministrar informes acerca de la situación doméstica en los países extranjeros. Los diplomáticos, reconocidos como tales en el Congreso de Viena de 1815, no tenían buena reputación: sobornaban cortesanos, propiciaban rebeliones, alentaban a políticos opositores e intervenían en asuntos internos de los países en los cuales estaban acreditados. Eran 'honorables espías'.
Si la máquina de vapor, el telégrafo, el avión y el teléfono contribuyeron a modificar su rutina, Internet ha hecho ahora lo suyo. El cuarto de millón de comunicaciones confidenciales y secretas ventilado por WikiLeaks ha apurado ese cambio. Los Estados Unidos pagan el precio de un descuido, tildado de 'robo', cuyas consecuencias precipitan la reinvención de la diplomacia como un apéndice de la defensa y el desarrollo.
Dictaduras quedan pocas. Ninguna es buena, se proclame de izquierda o de derecha. Frente a ello, uno debe ejercitar un poco la memoria y darse cuenta de que cualquiera, en la situación de un pueblo que no tiene más salida que un mar plagado de tiburones ni ve otra tierra firme que no sea la Luna, pediría auxilio.
En El señor de los anillos dice J.R.R. Tolkien: 'Muchos de los que viven merecen morir y algunos de los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos'. Debieron leerlo los Castro mucho antes de la Primavera Negra de Cuba y de otras brutalidades cometidas en nombre de la Revolución.
Pasen y lean ahora, amigos, las proezas de diplomáticos extranjeros que, desde su simple condición humana, han tenido el valor de ponerse en los zapatos de los otros con las mismas premisas alentadas por Cadal al premiarlos: no dejarlos solos ni descalzos.