Prensa
Defensa y promoción de la institucionalidad democrática en la Argentina
La Justicia y sus magros resultados en resolver casos de corrupción. Campagnoli: ¿juzgado por hacer su trabajo?
El aparato judicial argentino, que resuelve un porcentaje mínimo de los delitos graves que pasan por sus manos, entre 3 y 5% de los homicidios y robos agravados, consigue un record aún peor en los casos de corrupción. Campagnoli es parte de la muy valiosa minoría que se preocupa por estos flacos resultados.
Fuente: Agencia Diarios y Noticias (Argentina)
Por Marcos Novaro (*)
BUENOS AIRES, jun 24 (DyN) - Cualquiera que quiera seguir el mundial de fútbol y no tenga otra posibilidad que sintonizar Canal 7, podrá tomar nota en los "informativos" que ocupan los entretiempos del enorme esfuerzo y la dedicación con que el Ejecutivo nacional busca destruir la credibilidad del fiscal José María Campagnoli.
Allí, supuestamente se mantiene la vista del público atenta al caso.
Aunque curiosamente se lo hace sin mencionar siquiera de qué trata el mismo, las investigaciones sobre Lázaro Báez, sino presentando denuncias en gran parte anónimas sobre supuestos atropellos a los derechos humanos cometidos por el fiscal en Saavedra, que lo presentan como un salvaje sheriff de la mano dura, como si fuera un émulo de Alejandro Granados, o Sergio Berni, pero peor, porque no trabaja para el gobierno nacional y popular.
Son denuncias que ni siquiera forman parte de la acusación de la Procuración, aunque por allí se dice que si se fracasa con esta primera causa contra Campagnoli se le abrirán otras con cualquier excusa, no vaya a ser que vuelva a hacer su trabajo.
Esta inconsistencia argumental revela cómo los derechos humanos se han vuelto ya para el oficialismo una mera cortina de humo para disfrazar la impunidad que busca desesperadamente garantizar a sus miembros.
Mientras que, en un sentido más general, el caso Campagnoli sirve en su conjunto para entender la lógica que ha gobernado la relación entre el kirchnerismo y la Justicia desde un principio y las razones por las que ella se volvió cada vez más conflictiva y politizada.
El punto es que sucedió no sólo porque la corrupción abunda en las filas oficiales, sino porque desde el poder se concibió a los Tribunales como un instrumento que debía permitirle a sus dueños ejercerlo por encima y por debajo de la Ley, extendiéndose sin límites.
Para desmentir esta ilimitada voracidad del poder kirtchnerista, se suele recordar la renovación de la Corte Suprema en sus primeros años. Y también se podrían traer a la memoria las promesas de una reforma judicial amplia y consensuada que se lanzaron en los inicios del mandato de Néstor Kirchner, cuando fueron sus ministros del ramo Gustavo Béliz y Horacio Rosatti.
Pero, todo ello fue fruto de una presión externa y una simulación: de la necesidad de un grupo gobernante que todavía sentía en la nuca el aliento del "que se vayan todos" de congraciarse con la opinión pública actuando un reformismo institucional que no estaba para nada entre sus preferencias y que en cuanto la expansión económica se consolidó y los votantes pasaron de desconfiar del Presidente o de no conocerlo a apoyarlo con entusiasmo, fue hecha de inmediato de lado.
Sucedió que, tras desembarazarse primero de Béliz y enseguida de Rosatti, el oficialismo se dedicó a acomodar a sus amigos en los juzgados y a controlar firmemente la Justicia Federal para que los casos que podían afectarlo nunca prosperaran. Y para que la Corte ni se enterara de ellos.
El sistema funcionó bastante bien hasta que la economía empezó a hacer agua y se acabó la posibilidad de reelección. Así fue que, a partir de 2012, el celo del aparato judicial por llevarse bien con el Gobierno decayó, empezó a haber más y más desleales e independientes en sus filas y así se llegó a la actual situación, en que ya aquel ya no puede confiar ni siquiera en sus hasta hace muy poco entusiastas adeptos.
La consigna lanzada desde el Ejecutivo cuando el clima empezó a cambiar fue alambrar a los jueces y fiscales amigos y lanzar un nuevo tipo de reformas destinadas no a modificar el funcionamiento interno de los Tribunales, sino a volverlos aún más dependientes del poder político.
El efecto de esta doble operación de disciplinamiento no fue sin embargo del todo eficaz. En parte, porque el deterioro del poder se aceleró y lució irreversible, por lo que las amenazas ya no surtieron efecto y en parte también, porque hubo demasiados funcionarios que metieron la mano en la lata y dejaron sus huellas en el camino.
Se recurrió entonces a una dosis aun mayor de politización e intervención: las sanciones ejemplificadoras y el empantanamiento de los procedimientos.
Esto último sí funcionó. En gran medida, porque el sistema ya de por sí es lento y está predispuesto a serlo aún más. El pueblo argentino paga una enorme cantidad de dinero para sostener el aparato judicial.
Y buena parte de él, igual que sucede en otras áreas del Estado, es por completo inútil, cuando no contraproducente para mejorarle la vida a los ciudadanos: lo consumen funcionarios que se dedican a no hacer olas ni mucho esfuerzo por nada; o peor, se esfuerzan en mirar para el costado cuando pasa por sus manos un caso que afecte al poder político o a cualquier otro interés de peso; o peor todavía, ponen sus carreras en el fast track, colaborando a que nada afecte la impunidad.
De allí, que el aparato judicial argentino, que resuelve un porcentaje mínimo de los delitos graves que pasan por sus manos, entre 3 y 5% de los homicidios y robos agravados, consiga un record aún peor en los casos de corrupción.
Campagnoli es parte de la muy valiosa minoría que se preocupa por estos flacos resultados. De allí, que haya sido necesario recurrir a la otra medicina, el castigo ejemplificador.
(*) MARCOS NOVARO es consejero académico del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL).
Fuente: Agencia Diarios y Noticias (Buenos Aires, 24 de junio de 2014)
Agencia Diarios y Noticias (Argentina)
Por Marcos Novaro (*)
BUENOS AIRES, jun 24 (DyN) - Cualquiera que quiera seguir el mundial de fútbol y no tenga otra posibilidad que sintonizar Canal 7, podrá tomar nota en los "informativos" que ocupan los entretiempos del enorme esfuerzo y la dedicación con que el Ejecutivo nacional busca destruir la credibilidad del fiscal José María Campagnoli.
Allí, supuestamente se mantiene la vista del público atenta al caso.
Aunque curiosamente se lo hace sin mencionar siquiera de qué trata el mismo, las investigaciones sobre Lázaro Báez, sino presentando denuncias en gran parte anónimas sobre supuestos atropellos a los derechos humanos cometidos por el fiscal en Saavedra, que lo presentan como un salvaje sheriff de la mano dura, como si fuera un émulo de Alejandro Granados, o Sergio Berni, pero peor, porque no trabaja para el gobierno nacional y popular.
Son denuncias que ni siquiera forman parte de la acusación de la Procuración, aunque por allí se dice que si se fracasa con esta primera causa contra Campagnoli se le abrirán otras con cualquier excusa, no vaya a ser que vuelva a hacer su trabajo.
Esta inconsistencia argumental revela cómo los derechos humanos se han vuelto ya para el oficialismo una mera cortina de humo para disfrazar la impunidad que busca desesperadamente garantizar a sus miembros.
Mientras que, en un sentido más general, el caso Campagnoli sirve en su conjunto para entender la lógica que ha gobernado la relación entre el kirchnerismo y la Justicia desde un principio y las razones por las que ella se volvió cada vez más conflictiva y politizada.
El punto es que sucedió no sólo porque la corrupción abunda en las filas oficiales, sino porque desde el poder se concibió a los Tribunales como un instrumento que debía permitirle a sus dueños ejercerlo por encima y por debajo de la Ley, extendiéndose sin límites.
Para desmentir esta ilimitada voracidad del poder kirtchnerista, se suele recordar la renovación de la Corte Suprema en sus primeros años. Y también se podrían traer a la memoria las promesas de una reforma judicial amplia y consensuada que se lanzaron en los inicios del mandato de Néstor Kirchner, cuando fueron sus ministros del ramo Gustavo Béliz y Horacio Rosatti.
Pero, todo ello fue fruto de una presión externa y una simulación: de la necesidad de un grupo gobernante que todavía sentía en la nuca el aliento del "que se vayan todos" de congraciarse con la opinión pública actuando un reformismo institucional que no estaba para nada entre sus preferencias y que en cuanto la expansión económica se consolidó y los votantes pasaron de desconfiar del Presidente o de no conocerlo a apoyarlo con entusiasmo, fue hecha de inmediato de lado.
Sucedió que, tras desembarazarse primero de Béliz y enseguida de Rosatti, el oficialismo se dedicó a acomodar a sus amigos en los juzgados y a controlar firmemente la Justicia Federal para que los casos que podían afectarlo nunca prosperaran. Y para que la Corte ni se enterara de ellos.
El sistema funcionó bastante bien hasta que la economía empezó a hacer agua y se acabó la posibilidad de reelección. Así fue que, a partir de 2012, el celo del aparato judicial por llevarse bien con el Gobierno decayó, empezó a haber más y más desleales e independientes en sus filas y así se llegó a la actual situación, en que ya aquel ya no puede confiar ni siquiera en sus hasta hace muy poco entusiastas adeptos.
La consigna lanzada desde el Ejecutivo cuando el clima empezó a cambiar fue alambrar a los jueces y fiscales amigos y lanzar un nuevo tipo de reformas destinadas no a modificar el funcionamiento interno de los Tribunales, sino a volverlos aún más dependientes del poder político.
El efecto de esta doble operación de disciplinamiento no fue sin embargo del todo eficaz. En parte, porque el deterioro del poder se aceleró y lució irreversible, por lo que las amenazas ya no surtieron efecto y en parte también, porque hubo demasiados funcionarios que metieron la mano en la lata y dejaron sus huellas en el camino.
Se recurrió entonces a una dosis aun mayor de politización e intervención: las sanciones ejemplificadoras y el empantanamiento de los procedimientos.
Esto último sí funcionó. En gran medida, porque el sistema ya de por sí es lento y está predispuesto a serlo aún más. El pueblo argentino paga una enorme cantidad de dinero para sostener el aparato judicial.
Y buena parte de él, igual que sucede en otras áreas del Estado, es por completo inútil, cuando no contraproducente para mejorarle la vida a los ciudadanos: lo consumen funcionarios que se dedican a no hacer olas ni mucho esfuerzo por nada; o peor, se esfuerzan en mirar para el costado cuando pasa por sus manos un caso que afecte al poder político o a cualquier otro interés de peso; o peor todavía, ponen sus carreras en el fast track, colaborando a que nada afecte la impunidad.
De allí, que el aparato judicial argentino, que resuelve un porcentaje mínimo de los delitos graves que pasan por sus manos, entre 3 y 5% de los homicidios y robos agravados, consiga un record aún peor en los casos de corrupción.
Campagnoli es parte de la muy valiosa minoría que se preocupa por estos flacos resultados. De allí, que haya sido necesario recurrir a la otra medicina, el castigo ejemplificador.
(*) MARCOS NOVARO es consejero académico del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL).
Fuente: Agencia Diarios y Noticias (Buenos Aires, 24 de junio de 2014)