Artículos
Observatorio de Relaciones Internacionales y Derechos Humanos
Crisis migratorias y gobernanza regional: Los casos de Europa, Norteamérica y Sudamérica
Los acuerdos en los cuales los países de destino, que suelen ser las democracias más desarrolladas, pagan por no tener que aceptar más migrantes, no es lo que realmente tenían en mente las voces humanitarias que plantean la necesidad de cooperación internacional para enfrentar las crisis migratorias. Sin embargo, en el mundo entero es más común la cooperación multilateral para restringir la inmigración que para liberalizarla.Por Sybil Rhodes y Maëliss Bodenan
En junio de este año, los Estados Unidos de América alcanzaron un acuerdo en materia migratoria con México. El presidente Donald Trump había amenazado con imponer aranceles a las exportaciones mexicanos si el país no aceptaba acoger a personas huyendo en condiciones difíciles, generalmente del Triángulo del Norte de Centro América (Guatemala, El Salvador, y Honduras), hacia el norte con la intención de pedir asilo. El trato forma parte de una política cuyo objetivo principal es desalentar a las personas sin visa de llegar a la frontera de Estados Unidos. Desde 2002 existe un acuerdo de este tipo con Canadá, y se contemplan arreglos parecidos con algunos países centroamericanos.
Las propuestas del gobierno de Estados Unidos parecen inspirarse en el modelo de gobernanza migratoria europea, incluyendo la Convención de Dublin, que impone que los migrantes solamente pueden pedir asilo en el primer país capaz de ampararlos, y así evitar el fórum-shopping. El trato con México también es similar al acuerdo migratorio cerrado por la Unión Europea y Turquía en marzo de 2016. A cambio de la promesa de 6 mil millones de Euros, Turquía aceptó dar amparo a migrantes cuya intención era buscar refugio en Europa. En los dos casos, vemos a los estados de “destino” ofreciendo, o imponiendo, incentivos económicos a cambio de medidas migratorias en países “de tránsito” migratorio.
Los acuerdos en los cuales los países de destino, que suelen ser las democracias más desarrolladas, pagan por no tener que aceptar más migrantes, no es lo que realmente tenían en mente las voces humanitarias que plantean la necesidad de cooperación internacional para enfrentar las crisis migratorias. Sin embargo, como demuestra el libro Migration crises and the Structure of International Cooperation de Jeannette Money y Sarah Lockhart (2018), en el mundo entero es más común la cooperación multilateral para restringir la inmigración que para liberalizarla. Estas autoras ponen de relieve que los países receptores frecuentemente buscan acuerdos para deportar los migrantes a su país de origen, o directamente evitar que lleguen. Pero como les importa su imagen de países que respetan los derechos humanos, entonces intentan adherirse a los compromisos mínimos bajo el derecho internacional. Los arreglos con países de tránsito, que podría llamarse “pay to keep them out”, y que convierte a los últimos en paragolpes (“buffers”) (FitzGerald, 2019), no viola la letra del Estatuto de los Refugiados de las Naciones Unidas, que obliga a los adherentes a escuchar y considerar los pedidos de asilo de personas que llegan a sus fronteras, pero no contempla el derecho de los individuos a elegir el particular país donde van a pedir asilo.
Si bien se puede argumentar que son legales, y que tampoco es malo en sí la idea de distribuir responsabilidad para la gobernanza migratoria entre países de distintos niveles de desarrollo, en la práctica los acuerdos del tipo “money to keep them out” pueden tener consecuencias humanitarias graves, porque incitan a los migrantes a tomar rutas más peligrosas e ilegales, provocando tragedias como las muertes por ahogamientos masivos que se han visto en el mar Mediterráneo. La cobertura mediática de estos desastres aumenta las percepciones de crisis severa, inspirando a algunas personas a tomar medidas heroicas para ayudar, pero provocando miedo y xenofobia en muchas otras.
Actualmente en Sudamérica se sienten los efectos de los flujos de venezolanos, que empezaron en el 2015 y no dan señales de parar. Es una migración de tamaño histórico, la más grande de Latinoamérica: se estima que serán 5,4 millones de venezolanos en el exterior a finales del 2019. Colombia recibió el mayor número, pero también hay en Panamá, Perú, Brasil, Ecuador, Chile y Argentina. ¿Es posible que se implemente una cooperación migratoria restrictiva en esta región? En general, ¿qué podría aprenderse si se compara la gobernanza de la crisis migratoria sudamericana con la europea y la norteamericana?
En los tres casos, la geografía determina que no todos los países del continente son igualmente impactados por la migración. En 2018, unos 870.000 venezolanos se fueron a vivir a Colombia, 9 veces más que en Argentina. Podría compararse Colombia con Turquía, pero quizás la comparación europea más apta sería Italia, país que se ha quejado de la falta de voluntad de sus pares regionales de compartir la responsabilidad de recibir a los migrantes. Es cierto que una política europea de cuotas de refugiados según PIB y población (i.e., burden sharing) fue un fracaso: muchos países, sobre todo países europeos del Este no aplicaron las decisiones de la Comisión. Colombia ha recibido ayuda de organismos internacionales y filantrópicos para acoger a los migrantes, pero hace falta más. En América Latina no se ha creado un sistema formal de burden sharing como en Europa. Sin embargo, no se han escuchado quejas fuertes de los líderes colombianos contra los otros países sudamericanos, y no se vio hasta ahora ningún intento de vincular la crisis migratoria con medidas comerciales.
Los gobiernos de la región parecen entender que es mejor que los venezolanos entren por la puerta principal desde el principio, en lugar de como indocumentados. La mayoría de los países han mantenido y/o extendido el régimen de viaje existente. En algunos casos, implementado un programa de visas especiales para garantizar el estatus legal. Algunos gobiernos han dado facilidades y tramites exprés para los venezolanos migrantes, como, por ejemplo, el reconocimiento de la validez de los pasaportes y documentos de identidad venezolano después de su fecha de expiración. Estas medidas han recibido elogios en medios internacionales que contrastan con las noticias europeas o norteamericanas.
Sin embargo, frente a un éxodo que parece imparable, los gobiernos sudamericanos también han empezaron a tomar decisiones en materia migratoria para limitar los flujos migratorios. Perú y Ecuador optaron por pedir una visa a los venezolanos para entrar en el país, y Colombia implementó un Permiso Especial de Permanencia. Por consiguiente, parece que se necesita encontrar una solución más regional, probablemente un acuerdo menos formal y por lo tanto más flexible que la Convención de Dublin. Sería un ejemplo de las ventajas del derecho blando (Abbot y Snidal, 2000), y también de las virtudes del regionalismo latinoamericano, en algunas formas más natural que la europea por los lazos lingüísticos y culturales que comparten los países (Escudé, 2015). En efecto, la solidaridad regional es necesaria para enfrentar una crisis migratoria y para facilitar la acogida y la integración de los migrantes, y Sudamérica está en condiciones de darles refugio a los venezolanos.
Es una vergüenza que en Estados Unidos se haya llegado al punto de separar deliberadamente a las familias como incentivo para frenar la inmigración, y que en Europa números relativamente pequeños de refugiados provoquen crisis políticas en casi todo el continente. Sin embargo, hay que tomar en cuenta cuestiones de escala. Los casos de Norteamérica y Europa son distintos. Estas regiones abrigan, en términos absolutos y proporcionales, mucho más migrantes que Latinoamérica. En el caso de Estados Unidos, la cuarta parte de estos migrantes están indocumentados. Aunque sea triste desde una visión cosmopolita, esta situación puede ser difícil de mantener en regímenes democráticos. En el mundo hay que buscar soluciones que eviten dar la sensación al público de que los estados han perdido el control de la migración y creado una crisis permanente, pero que al mismo tiempo reduzcan las crueldades que se han visto en los últimos años.
Sybil Rhodes y Maëliss Bodenan
En junio de este año, los Estados Unidos de América alcanzaron un acuerdo en materia migratoria con México. El presidente Donald Trump había amenazado con imponer aranceles a las exportaciones mexicanos si el país no aceptaba acoger a personas huyendo en condiciones difíciles, generalmente del Triángulo del Norte de Centro América (Guatemala, El Salvador, y Honduras), hacia el norte con la intención de pedir asilo. El trato forma parte de una política cuyo objetivo principal es desalentar a las personas sin visa de llegar a la frontera de Estados Unidos. Desde 2002 existe un acuerdo de este tipo con Canadá, y se contemplan arreglos parecidos con algunos países centroamericanos.
Las propuestas del gobierno de Estados Unidos parecen inspirarse en el modelo de gobernanza migratoria europea, incluyendo la Convención de Dublin, que impone que los migrantes solamente pueden pedir asilo en el primer país capaz de ampararlos, y así evitar el fórum-shopping. El trato con México también es similar al acuerdo migratorio cerrado por la Unión Europea y Turquía en marzo de 2016. A cambio de la promesa de 6 mil millones de Euros, Turquía aceptó dar amparo a migrantes cuya intención era buscar refugio en Europa. En los dos casos, vemos a los estados de “destino” ofreciendo, o imponiendo, incentivos económicos a cambio de medidas migratorias en países “de tránsito” migratorio.
Los acuerdos en los cuales los países de destino, que suelen ser las democracias más desarrolladas, pagan por no tener que aceptar más migrantes, no es lo que realmente tenían en mente las voces humanitarias que plantean la necesidad de cooperación internacional para enfrentar las crisis migratorias. Sin embargo, como demuestra el libro Migration crises and the Structure of International Cooperation de Jeannette Money y Sarah Lockhart (2018), en el mundo entero es más común la cooperación multilateral para restringir la inmigración que para liberalizarla. Estas autoras ponen de relieve que los países receptores frecuentemente buscan acuerdos para deportar los migrantes a su país de origen, o directamente evitar que lleguen. Pero como les importa su imagen de países que respetan los derechos humanos, entonces intentan adherirse a los compromisos mínimos bajo el derecho internacional. Los arreglos con países de tránsito, que podría llamarse “pay to keep them out”, y que convierte a los últimos en paragolpes (“buffers”) (FitzGerald, 2019), no viola la letra del Estatuto de los Refugiados de las Naciones Unidas, que obliga a los adherentes a escuchar y considerar los pedidos de asilo de personas que llegan a sus fronteras, pero no contempla el derecho de los individuos a elegir el particular país donde van a pedir asilo.
Si bien se puede argumentar que son legales, y que tampoco es malo en sí la idea de distribuir responsabilidad para la gobernanza migratoria entre países de distintos niveles de desarrollo, en la práctica los acuerdos del tipo “money to keep them out” pueden tener consecuencias humanitarias graves, porque incitan a los migrantes a tomar rutas más peligrosas e ilegales, provocando tragedias como las muertes por ahogamientos masivos que se han visto en el mar Mediterráneo. La cobertura mediática de estos desastres aumenta las percepciones de crisis severa, inspirando a algunas personas a tomar medidas heroicas para ayudar, pero provocando miedo y xenofobia en muchas otras.
Actualmente en Sudamérica se sienten los efectos de los flujos de venezolanos, que empezaron en el 2015 y no dan señales de parar. Es una migración de tamaño histórico, la más grande de Latinoamérica: se estima que serán 5,4 millones de venezolanos en el exterior a finales del 2019. Colombia recibió el mayor número, pero también hay en Panamá, Perú, Brasil, Ecuador, Chile y Argentina. ¿Es posible que se implemente una cooperación migratoria restrictiva en esta región? En general, ¿qué podría aprenderse si se compara la gobernanza de la crisis migratoria sudamericana con la europea y la norteamericana?
En los tres casos, la geografía determina que no todos los países del continente son igualmente impactados por la migración. En 2018, unos 870.000 venezolanos se fueron a vivir a Colombia, 9 veces más que en Argentina. Podría compararse Colombia con Turquía, pero quizás la comparación europea más apta sería Italia, país que se ha quejado de la falta de voluntad de sus pares regionales de compartir la responsabilidad de recibir a los migrantes. Es cierto que una política europea de cuotas de refugiados según PIB y población (i.e., burden sharing) fue un fracaso: muchos países, sobre todo países europeos del Este no aplicaron las decisiones de la Comisión. Colombia ha recibido ayuda de organismos internacionales y filantrópicos para acoger a los migrantes, pero hace falta más. En América Latina no se ha creado un sistema formal de burden sharing como en Europa. Sin embargo, no se han escuchado quejas fuertes de los líderes colombianos contra los otros países sudamericanos, y no se vio hasta ahora ningún intento de vincular la crisis migratoria con medidas comerciales.
Los gobiernos de la región parecen entender que es mejor que los venezolanos entren por la puerta principal desde el principio, en lugar de como indocumentados. La mayoría de los países han mantenido y/o extendido el régimen de viaje existente. En algunos casos, implementado un programa de visas especiales para garantizar el estatus legal. Algunos gobiernos han dado facilidades y tramites exprés para los venezolanos migrantes, como, por ejemplo, el reconocimiento de la validez de los pasaportes y documentos de identidad venezolano después de su fecha de expiración. Estas medidas han recibido elogios en medios internacionales que contrastan con las noticias europeas o norteamericanas.
Sin embargo, frente a un éxodo que parece imparable, los gobiernos sudamericanos también han empezaron a tomar decisiones en materia migratoria para limitar los flujos migratorios. Perú y Ecuador optaron por pedir una visa a los venezolanos para entrar en el país, y Colombia implementó un Permiso Especial de Permanencia. Por consiguiente, parece que se necesita encontrar una solución más regional, probablemente un acuerdo menos formal y por lo tanto más flexible que la Convención de Dublin. Sería un ejemplo de las ventajas del derecho blando (Abbot y Snidal, 2000), y también de las virtudes del regionalismo latinoamericano, en algunas formas más natural que la europea por los lazos lingüísticos y culturales que comparten los países (Escudé, 2015). En efecto, la solidaridad regional es necesaria para enfrentar una crisis migratoria y para facilitar la acogida y la integración de los migrantes, y Sudamérica está en condiciones de darles refugio a los venezolanos.
Es una vergüenza que en Estados Unidos se haya llegado al punto de separar deliberadamente a las familias como incentivo para frenar la inmigración, y que en Europa números relativamente pequeños de refugiados provoquen crisis políticas en casi todo el continente. Sin embargo, hay que tomar en cuenta cuestiones de escala. Los casos de Norteamérica y Europa son distintos. Estas regiones abrigan, en términos absolutos y proporcionales, mucho más migrantes que Latinoamérica. En el caso de Estados Unidos, la cuarta parte de estos migrantes están indocumentados. Aunque sea triste desde una visión cosmopolita, esta situación puede ser difícil de mantener en regímenes democráticos. En el mundo hay que buscar soluciones que eviten dar la sensación al público de que los estados han perdido el control de la migración y creado una crisis permanente, pero que al mismo tiempo reduzcan las crueldades que se han visto en los últimos años.