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Análisis Sínico
América Latina: ¿hasta dónde llevar la relación con China?
La trayectoria de China en la región está marcada por sus inversiones y préstamos vinculados a proyectos extractivos e infraestructuras. Son dos sectores problemáticos que, en combinación con el modus operandi chino, forman un cóctel explosivo en términos de impacto ambiental, social o laboral.Por Juan Pablo Cardenal
Si algo ha traído el nuevo mundo surgido de la pandemia es el final de la globalización tal cual la entendíamos y la eclosión de dos bloques ideológica y geopolíticamente enfrentados. En esencia, el de Estados Unidos y el mundo libre frente a las autocracias del mundo lideradas por China. Un tercer bloque, en el que se incluyen la mayoría de países latinoamericanos, muestra su incomodidad ante la eventualidad de verse obligado a elegir bando. Pero el realineamiento geopolítico se intuye imparable y acontece además en una época de repliegue económico, liderazgos cuestionables e incertidumbre futura.
En este contexto turbulento, reaparece en América Latina la eterna pregunta de hasta dónde llevar la relación con China. Una forma lógica de responderla es analizar cuán beneficiosa es esta asociación para América Latina y si, como pregona la retórica de Pekín, es una relación win-win en la que todos ganan. Por su complejidad y matices, indagar en este fenómeno no es fácil. Pero a favor de un diagnóstico certero contamos en 2024 con un factor del que no disponíamos hasta hace poco: más de dos décadas de visión de campo de China en la región. Ahora la huella del gigante asiático es perfectamente visible.
El pistoletazo de salida a la internacionalización de China aconteció con el arranque del nuevo siglo. Desde la década de 1980 ofreció distintos incentivos a la inversión extranjera en su país, entre ellos, una cantera inagotable de mano de obra barata. En 2001, con la bajada de aranceles que siguió a su adhesión a la Organización Mundial del Comercio, muchas empresas deslocalizaron su producción a China. La fábrica del mundo y la urbanización del país, ambas muy dependientes de las materias primas, se convirtieron en motores de la economía china.
Pekín decidió entonces «salir afuera» para asegurarse el suministro. Y puso al servicio de esta necesidad estratégica toda la munición de su capitalismo de Estado. La ofensiva en América Latina y en otras regiones con abundantes recursos fue liderada —hasta hoy— por las grandes empresas estatales. Sus dos principales bancos de desarrollo abrieron el grifo del dinero fácil y barato. Y comenzó el espectáculo: inversiones millonarias para explotar yacimientos por todo el continente; préstamos a la carta, la mayoría confidenciales; infraestructuras llave en mano, imbatibles en términos de financiación, rapidez y precio; y una creciente demanda china que disparó el comercio, las exportaciones y las regalías.
Una propuesta seductora para gobiernos y élites latinoamericanos. En la primera década todo marchó sobre ruedas: había barra libre financiera, los precios de las commodities se dispararon y la demanda china tiró con fuerza del PIB de muchos países. Donde no llegaba la economía, lo hacía la política. Enemistados con Estados Unidos, los Kirchner, Chávez y Correa y compañía se echaron en brazos del nuevo mesías. No se hizo evidente entonces, pero durante esa luna de miel se fraguó la posterior dependencia financiera y comercial de Argentina, Venezuela, Ecuador y otros países con el gigante asiático.
Las cifras de la presencia china en el continente, aunque fragmentadas y poco transparentes, hablan por sí solas. El comercio bilateral pasó de 14.600 millones en 2001 a 449.000 millones en 2022. En estas dos décadas, China habría invertido en la región 172.000 millones, construido unas 200 infraestructuras y concedido préstamos por valor de 209.000 millones de dólares (incluidos los de los bancos comerciales), o una cuarta parte del crédito concedido globalmente por las entidades financieras chinas. Semejante poderío, aderezado con el relato mitológico del «milagro chino», dejó en el imaginario colectivo la percepción de que la contribución de China al desarrollo y prosperidad de América Latina era decisiva.
La realidad es —sin embargo— mucho más confusa. Es obvio que un desembarco de esta magnitud trae beneficios y oportunidades: infraestructuras que de otro modo no existirían, empleo aunque sea de baja calidad o ingresos fiscales vinculados a las exportaciones. Pero no en todos los países China es tan determinante. En México y Centroamérica la presencia china es, en general, modesta. Y en Sudamérica, donde sí es transversal, no todos sacan partido. Hay países que se benefician y otros que obtienen menos rédito del que se dice.
Por otro lado, la trayectoria de China en la región está marcada por sus inversiones y préstamos vinculados a proyectos extractivos e infraestructuras. Son dos sectores problemáticos que, en combinación con el modus operandi chino, forman un cóctel explosivo en términos de impacto ambiental, social o laboral. Lo demuestra el informe de una veintena de organizaciones civiles latinoamericanas que, en 2023, denunciaba los «graves abusos de derechos humanos» y el impacto ambiental en 14 proyectos chinos de gran escala en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela.
Los abusos laborales, los desalojos forzosos y la destrucción de la naturaleza tienen efectos terribles para las poblaciones locales. Detrás de la vulneración de sus derechos se distingue la marca de agua de la internacionalización de China: los bajos estándares y las malas prácticas de las corporaciones chinas. Tras veinte años de actividad, la conclusión es que estos no son puntuales ni excepcionales, sino reiterados y transversales. A la perpetuación de este esquema contribuye el deterioro de la institucionalidad en algunos países.
La ausencia de contrapesos es también clave. En China, las operaciones de sus empresas en el extranjero no son sometidas a supervisión ni a escrutinio público; por tanto, ya que los inversores chinos no reciben castigo social, económico o jurídico por su comportamiento abusivo, no tienen el incentivo de introducir pautas de actuación responsables que minimicen el impacto de sus proyectos. A su vez, aunque las corporaciones occidentales tienen su propio historial de estropicios, en general están ahora mucho más vigiladas y teóricamente no podrían desatender las buenas prácticas sin pagar un precio por ello.
Otra derivada dañina de esta relación basada en los recursos naturales es la consolidación de América Latina como un mero proveedor de materias primas sin procesar. Aunque no es necesariamente un mal negocio, no genera riqueza a largo plazo. Con el 61 % de las reservas mundiales de litio en Argentina, Chile y Bolivia, se abre ahora una nueva oportunidad para que los gobiernos latinoamericanos le reclamen a China lo mismo que ésta les ha exigido a los extranjeros en su mercado durante cuatro décadas: que invierta en industrias de valor añadido. Una demanda que no es ajena para Pekín.
Sin embargo, más del 80 % de las exportaciones sudamericanas son recursos naturales y productos primarios, de las que China es el principal comprador con el 37 % del total, más que la suma combinada de Estados Unidos y la Unión Europea (UE). A la vez, China es el principal vendedor de productos acabados y de manufacturas de alta tecnología a la región. Y, por mucho que China sea el primer o segundo socio comercial de la mayoría de países sudamericanos, las expectativas de muchos de ellos de diversificar su canasta exportadora con el país asiático para agregar valor a su economía se han visto mayormente frustradas.
Es el caso de Chile, Costa Rica y Perú, los tres países del continente con tratados de libre comercio (TLC) vigentes con Pekín. Por tanto, que un TLC con China no garantiza per se una relación comercial más sana debería servir de aviso a navegantes a Ecuador y Nicaragua, cuyos tratados están firmados y pendientes de entrar en vigor, y a Honduras, El Salvador, Panamá y Colombia, que iniciaron negociaciones o han mostrado interés por hacerlo.
Otro efecto son las dependencias que se generan con China. De los 90.000 millones de dólares que Brasil exportó a ese mercado en 2022, el 56 % fueron agroalimentos, principalmente carne y soja. Un patrón similar al de Argentina, que además añade su dependencia financiera. Venezuela y Ecuador, que debió reestructurar su deuda con Pekín el año pasado, comparten el mismo esquema: hidrocarburos con descuento y financiación. Y la posición de Chile y Perú no es muy distinta: en torno al 80 % de sus ventas a China son recursos mineros. Quizá no sea la mejor idea tener tanta exposición a un país cuya coyuntura macroeconómica está deteriorándose y que no duda en aplicar represalias comerciales por razones políticas.
¿Y ahora qué? Parece fuera de toda duda razonable que América Latina seguirá siendo para China un territorio estratégico donde abastecerse de alimentos y materias primas. Sin embargo, es previsible que, tras el fin de la euforia crediticia, Pekín sea ahora mucho más selectivo en los proyectos de infraestructuras en los que participa, especialmente los de gran envergadura. La Iniciativa de la Franja y la Ruta parece haber perdido fuelle en su vertiente económica, lo que puede suponer un revés para regiones —como América Latina—necesitadas de inversión para paliar su déficit de infraestructuras.
Coincidencia o no, en medio de la incertidumbre económica y las tensiones geopolíticas, los gobiernos latinoamericanos de todo signo ideológico, y muy notablemente los de izquierda radical con la excepción de Cuba, Venezuela y Nicaragua, prefieren apostar por el pragmatismo y evitan tomar partido en el pulso que dirimen Washington y Pekín.
El artículo completo lo publicó originalmente Diálogo Político (KAS) en la edición especial «Claves para Entender a China», accesible aquí.
Juan Pablo CardenalEditor de Análisis SínicoPeriodista y escritor. Entre 2003 y 2014 fue corresponsal en China de sendos diarios españoles, especializándose desde 2009 en la expansión internacional del gigante asiático. Desde entonces ha investigado dicho fenómeno en 40 países de 4 continentes al objeto de entender las consecuencias de las inversiones, infraestructuras y préstamos chinos en los países receptores. De dicha investigación han resultado tres libros, de los que es co-autor con otro periodista, entre ellos “La silenciosa conquista china” (Crítica, 2011) y “La imparable conquista china” (Crítica, 2015), traducidos a 12 idiomas. Desde 2016 ha dirigido proyectos de investigación para entender el poder blando chino y la estrategia de Pekín para ganar en influencia política en América Latina, lo que resultó en la publicación de varios informes. Ha impartido también conferencias en distintas instituciones internacionales y ha publicado capítulos sobre China en libros que abordan dichas temáticas, además de haber contribuido con sus análisis y artículos en El País, El Mundo, Clarín, The New York Times, Project Syndicate y el South China Morning Post, entre otros. Su última obra es “La Telaraña” (Ariel, 2020), que aborda la trama internacional de la crisis política en Cataluña.
Si algo ha traído el nuevo mundo surgido de la pandemia es el final de la globalización tal cual la entendíamos y la eclosión de dos bloques ideológica y geopolíticamente enfrentados. En esencia, el de Estados Unidos y el mundo libre frente a las autocracias del mundo lideradas por China. Un tercer bloque, en el que se incluyen la mayoría de países latinoamericanos, muestra su incomodidad ante la eventualidad de verse obligado a elegir bando. Pero el realineamiento geopolítico se intuye imparable y acontece además en una época de repliegue económico, liderazgos cuestionables e incertidumbre futura.
En este contexto turbulento, reaparece en América Latina la eterna pregunta de hasta dónde llevar la relación con China. Una forma lógica de responderla es analizar cuán beneficiosa es esta asociación para América Latina y si, como pregona la retórica de Pekín, es una relación win-win en la que todos ganan. Por su complejidad y matices, indagar en este fenómeno no es fácil. Pero a favor de un diagnóstico certero contamos en 2024 con un factor del que no disponíamos hasta hace poco: más de dos décadas de visión de campo de China en la región. Ahora la huella del gigante asiático es perfectamente visible.
El pistoletazo de salida a la internacionalización de China aconteció con el arranque del nuevo siglo. Desde la década de 1980 ofreció distintos incentivos a la inversión extranjera en su país, entre ellos, una cantera inagotable de mano de obra barata. En 2001, con la bajada de aranceles que siguió a su adhesión a la Organización Mundial del Comercio, muchas empresas deslocalizaron su producción a China. La fábrica del mundo y la urbanización del país, ambas muy dependientes de las materias primas, se convirtieron en motores de la economía china.
Pekín decidió entonces «salir afuera» para asegurarse el suministro. Y puso al servicio de esta necesidad estratégica toda la munición de su capitalismo de Estado. La ofensiva en América Latina y en otras regiones con abundantes recursos fue liderada —hasta hoy— por las grandes empresas estatales. Sus dos principales bancos de desarrollo abrieron el grifo del dinero fácil y barato. Y comenzó el espectáculo: inversiones millonarias para explotar yacimientos por todo el continente; préstamos a la carta, la mayoría confidenciales; infraestructuras llave en mano, imbatibles en términos de financiación, rapidez y precio; y una creciente demanda china que disparó el comercio, las exportaciones y las regalías.
Una propuesta seductora para gobiernos y élites latinoamericanos. En la primera década todo marchó sobre ruedas: había barra libre financiera, los precios de las commodities se dispararon y la demanda china tiró con fuerza del PIB de muchos países. Donde no llegaba la economía, lo hacía la política. Enemistados con Estados Unidos, los Kirchner, Chávez y Correa y compañía se echaron en brazos del nuevo mesías. No se hizo evidente entonces, pero durante esa luna de miel se fraguó la posterior dependencia financiera y comercial de Argentina, Venezuela, Ecuador y otros países con el gigante asiático.
Las cifras de la presencia china en el continente, aunque fragmentadas y poco transparentes, hablan por sí solas. El comercio bilateral pasó de 14.600 millones en 2001 a 449.000 millones en 2022. En estas dos décadas, China habría invertido en la región 172.000 millones, construido unas 200 infraestructuras y concedido préstamos por valor de 209.000 millones de dólares (incluidos los de los bancos comerciales), o una cuarta parte del crédito concedido globalmente por las entidades financieras chinas. Semejante poderío, aderezado con el relato mitológico del «milagro chino», dejó en el imaginario colectivo la percepción de que la contribución de China al desarrollo y prosperidad de América Latina era decisiva.
La realidad es —sin embargo— mucho más confusa. Es obvio que un desembarco de esta magnitud trae beneficios y oportunidades: infraestructuras que de otro modo no existirían, empleo aunque sea de baja calidad o ingresos fiscales vinculados a las exportaciones. Pero no en todos los países China es tan determinante. En México y Centroamérica la presencia china es, en general, modesta. Y en Sudamérica, donde sí es transversal, no todos sacan partido. Hay países que se benefician y otros que obtienen menos rédito del que se dice.
Por otro lado, la trayectoria de China en la región está marcada por sus inversiones y préstamos vinculados a proyectos extractivos e infraestructuras. Son dos sectores problemáticos que, en combinación con el modus operandi chino, forman un cóctel explosivo en términos de impacto ambiental, social o laboral. Lo demuestra el informe de una veintena de organizaciones civiles latinoamericanas que, en 2023, denunciaba los «graves abusos de derechos humanos» y el impacto ambiental en 14 proyectos chinos de gran escala en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela.
Los abusos laborales, los desalojos forzosos y la destrucción de la naturaleza tienen efectos terribles para las poblaciones locales. Detrás de la vulneración de sus derechos se distingue la marca de agua de la internacionalización de China: los bajos estándares y las malas prácticas de las corporaciones chinas. Tras veinte años de actividad, la conclusión es que estos no son puntuales ni excepcionales, sino reiterados y transversales. A la perpetuación de este esquema contribuye el deterioro de la institucionalidad en algunos países.
La ausencia de contrapesos es también clave. En China, las operaciones de sus empresas en el extranjero no son sometidas a supervisión ni a escrutinio público; por tanto, ya que los inversores chinos no reciben castigo social, económico o jurídico por su comportamiento abusivo, no tienen el incentivo de introducir pautas de actuación responsables que minimicen el impacto de sus proyectos. A su vez, aunque las corporaciones occidentales tienen su propio historial de estropicios, en general están ahora mucho más vigiladas y teóricamente no podrían desatender las buenas prácticas sin pagar un precio por ello.
Otra derivada dañina de esta relación basada en los recursos naturales es la consolidación de América Latina como un mero proveedor de materias primas sin procesar. Aunque no es necesariamente un mal negocio, no genera riqueza a largo plazo. Con el 61 % de las reservas mundiales de litio en Argentina, Chile y Bolivia, se abre ahora una nueva oportunidad para que los gobiernos latinoamericanos le reclamen a China lo mismo que ésta les ha exigido a los extranjeros en su mercado durante cuatro décadas: que invierta en industrias de valor añadido. Una demanda que no es ajena para Pekín.
Sin embargo, más del 80 % de las exportaciones sudamericanas son recursos naturales y productos primarios, de las que China es el principal comprador con el 37 % del total, más que la suma combinada de Estados Unidos y la Unión Europea (UE). A la vez, China es el principal vendedor de productos acabados y de manufacturas de alta tecnología a la región. Y, por mucho que China sea el primer o segundo socio comercial de la mayoría de países sudamericanos, las expectativas de muchos de ellos de diversificar su canasta exportadora con el país asiático para agregar valor a su economía se han visto mayormente frustradas.
Es el caso de Chile, Costa Rica y Perú, los tres países del continente con tratados de libre comercio (TLC) vigentes con Pekín. Por tanto, que un TLC con China no garantiza per se una relación comercial más sana debería servir de aviso a navegantes a Ecuador y Nicaragua, cuyos tratados están firmados y pendientes de entrar en vigor, y a Honduras, El Salvador, Panamá y Colombia, que iniciaron negociaciones o han mostrado interés por hacerlo.
Otro efecto son las dependencias que se generan con China. De los 90.000 millones de dólares que Brasil exportó a ese mercado en 2022, el 56 % fueron agroalimentos, principalmente carne y soja. Un patrón similar al de Argentina, que además añade su dependencia financiera. Venezuela y Ecuador, que debió reestructurar su deuda con Pekín el año pasado, comparten el mismo esquema: hidrocarburos con descuento y financiación. Y la posición de Chile y Perú no es muy distinta: en torno al 80 % de sus ventas a China son recursos mineros. Quizá no sea la mejor idea tener tanta exposición a un país cuya coyuntura macroeconómica está deteriorándose y que no duda en aplicar represalias comerciales por razones políticas.
¿Y ahora qué? Parece fuera de toda duda razonable que América Latina seguirá siendo para China un territorio estratégico donde abastecerse de alimentos y materias primas. Sin embargo, es previsible que, tras el fin de la euforia crediticia, Pekín sea ahora mucho más selectivo en los proyectos de infraestructuras en los que participa, especialmente los de gran envergadura. La Iniciativa de la Franja y la Ruta parece haber perdido fuelle en su vertiente económica, lo que puede suponer un revés para regiones —como América Latina—necesitadas de inversión para paliar su déficit de infraestructuras.
Coincidencia o no, en medio de la incertidumbre económica y las tensiones geopolíticas, los gobiernos latinoamericanos de todo signo ideológico, y muy notablemente los de izquierda radical con la excepción de Cuba, Venezuela y Nicaragua, prefieren apostar por el pragmatismo y evitan tomar partido en el pulso que dirimen Washington y Pekín.
El artículo completo lo publicó originalmente Diálogo Político (KAS) en la edición especial «Claves para Entender a China», accesible aquí.