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Como forma de abordar el análisis y conducción de las relaciones internacionales, la geopolítica padeció, por años, un proceso de marginación, que la redujo a círculos académicos y gubernamentales relativamente pequeños, aunque siempre influyentes. Ahora está de regreso, y con fuerza.
Tanto su anterior repliegue como su actual resurgimiento son entendibles.
A partir de la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo de un sistema basado en normas, organizaciones y esquemas para lograr acuerdos, asignar recursos y procesar conflictos, redujo el carácter anárquico de la arquitectura y dinámica internacionales. Así, condujo al uso de marcos conceptuales más diversos y multifactoriales para explicar y guiar las dinámicas globales.
Más tarde, el fin de la Guerra Fría y la desintegración de la Unión Soviética, en 1991, hicieron que el abordaje a menudo reduccionista de la geopolítica, centrado en los territorios (geografía) y poder duro (fuerza militar), redujera aún más su tracción.
Las interacciones económicas que comenzaron a tomar auge entonces, y que se aceleraron con la incorporación de China y Rusia a la Organización Mundial de Comercio, en 2001 y 2012, respectivamente, acentuaron dos visiones: primero, adjudicar a la globalización un carácter casi natural, progresivo e inevitable; segundo, suponer que la creciente interdependencia económica atemperaría los conflictos entre Estados. Así sucedió por algún tiempo.
En 1992, en su libro El fin de la historia y el último hombre, el académico estadounidense Francis Fukuyama proclamó el triunfo de la democracia liberal como sistema político y el consecuente fin de los enfrentamientos ideológicos como variable clave de las relaciones globales.
Trece años después, Thomas Friedman, influyente comentarista del New York Times, argumentó en La tierra es plana que habíamos entrado en un mundo totalmente integrado en finanzas, comercio, inversiones y conocimientos.
Sistema complejo. Hoy, ante la emergencia de una serie de grandes sismos geopolíticos alrededor del mundo, las visiones optimistas y unificadoras representadas por Fukuyama y Friedman han sucumbido. La democracia liberal se mantiene como el mejor sistema para generar libertad, justicia y progreso, pero sufre frecuentes arremetidas autoritarias. La globalización sigue viva, aunque en medio de profundas tensiones y transformaciones.
En los remezones que experimentamos se mezclan la ambición de control territorial, los cambios de balances económicos y militares, el replanteamiento de alianzas, el impacto de variables ambientales y sanitarias, la aceleración tecnológica y los relatos en pugna para legitimar las conductas de actores internacionales clave.
Todos estos factores, de una forma u otra, se relacionan con la geopolítica, y ninguno se desenvuelve de manera aislada; al contrario, constituyen una tupida maraña de interacciones. Estamos, por ello, ante un cambio en la dinámica sistémica, con actores, estructuras, procesos, acciones y reacciones múltiples. No se pueden encerrar en interpretaciones o teorías unívocas, y hacen de cualquier esfuerzo predictivo una tarea sumamente difícil, por no decir imposible.
De aquí la incertidumbre que han creado y que, a la vez, alimenta los factores de caos consustanciales a los sistemas complejos.
Remezón y réplicas. En la lista de sismos, el más súbito y disruptivo es la invasión de Rusia contra Ucrania. Además de perversa y atroz en su dimensión humana, ha sido una guerra de agresión innecesaria, con claros ímpetus imperialistas y violatoria de la soberanía, la igualdad jurídica y la integridad territorial de un Estado, principios básicos del sistema normativo internacional.
La agresión alteró de inmediato el panorama geopolítico europeo, no solo por el hecho en sí, sino por las “réplicas” que ha generado, entre ellas, las siguientes:
Si los rusos no desbloquean pronto los puertos ucranianos para que se reabran las exportaciones de trigo, podrán venir catástrofes humanitarias y, con ellas, inestabilidad en varios países. Para empeorar las cosas, China ha anunciado que su cosecha invernal de trigo será “la peor de la historia”, debido a severas inundaciones, mientras los productores estadounidenses padecen severas sequías.
Pero todo lo anterior palidecerá si Rusia salta una frontera hasta ahora solo franqueada hace 77 años, en Hiroshima y Nagasaki, y utiliza armas nucleares como medida desesperada para imponerse en Ucrania. Aunque su naturaleza fuera táctica (con efecto acotado), abrirían una Caja de Pandora de consecuencias impensables. Sería la gran catástrofe mundial.
Otros frentes. A pesar de la agresión rusa contra Ucrania y lo que ella implica, Estados Unidos considera, con razón, que China es el desafío geopolítico de mayor relevancia para su seguridad y la de sus aliados.
Esto explica el reciente viaje del presidente Joe Biden a Asia, para consolidar el acuerdo defensivo Quad con Japón, Australia e India, estrechar su alianza con Corea del Sur, y echar a andar el Marco Económico Indo-Pacífico, un esquema de relación económica con 12 países de la zona.
En este contexto, incurrió en un provocador desliz retórico, que rompió una ambigüedad cultivada hasta ahora y agriará aún más las relaciones entre Washington y Beijing: decir que su país defendería militarmente a Taiwán si fuera invadida.
Con o sin tensiones militares y territoriales, el efecto global de la pandemia, en particular los confinamientos masivos en China, han dislocado las cadenas de valor globales, bloqueado suministros y aumentado los costos de producción y consumo. Esta variable, aunada al impacto del shock energético y los enormes estímulos económicos decretados para atemperar los efectos económicos de la covid-19, sobre todo en Estados Unidos, ha acelerado los disparadores de la inflación global.
También ha dado dinamismo a un proceso que comenzó en el gobierno de Donald Trump: diversificar y trasladar fuentes de abastecimiento y centros de producción de sus empresas multinacionales, sea para acercarlos al país (nearshoring), ubicarlos en territorios amigos (friendshoring) o, incluso, en el suyo (onshoring). Se busca, a la vez, reforzar su resiliencia, aunque sea con redundancias y a mayores costos, y ser más ágiles y expeditos para atender cambios en las pautas de consumo del mercado estadounidense y otros de gran magnitud.
¿Y la globalización? Concluir, a partir de lo anterior, que la globalización ha llegado a su fin, es una exageración, aunque lo haya dicho recientemente Larry Fink, presidente ejecutivo de Black Rock, el mayor fondo de inversión mundial. Pero pensar que todo seguirá igual sería un error garrafal.
Más bien, se está produciendo un cambio en su índole, con potenciales efectos negativos (distorsiones de costos), pero también positivos: mejor balance entre variables económicas, sociales, políticas y culturales.
En lo local, lo anterior refiere a las políticas públicas; en lo global, a la geopolítica, entendida no solo en su dimensión geográfica, sino como un abordaje realista de las relaciones, factores de influencia, intereses y capacidades de los actores.
El reduccionismo teórico, el simplismo de las explicaciones unívocas, las frases efectistas para encerrar procesos complejos, parecen haber llegado a su fin. Eso es bueno. Lo malo es que ha ocurrido a fuerza de grandes traumas geopolíticos, económicos, ambientales y, como resultado, humanos. Su factura ya es enorme, y ni los riesgos ni la incertidumbre se reducirán a corto plazo.