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Observatorio de Relaciones Internacionales y Derechos Humanos
Lecciones desde Venezuela
El proceso venezolano deja importantes lecciones para la democracia en América Latina y el mundo. Hoy enfrentamos un profundo proceso de cambio en la economía y los negocios que plantea serios desafíos a la democracia.Por Raúl Ferro
El 20 de mayo se llevaron a cabo elecciones presidenciales en Venezuela. Es, quizás, el último intento del régimen chavista de montar una comedia de formalidad democrática antes de entrar derechamente en una dictadura sin máscaras. El chavismo está pronto a cumplir 20 años en el poder en Venezuela y durante estas dos décadas se dedicó a improvisar versiones cada vez más degradadas de institucionalidad democrática. Este proceso de degradación fue directamente proporcional al deterioro del apoyo popular del régimen chavista.
Pero el chavismo no surgió de la nada. Fue en parte consecuencia del propio y progresivo deterioro de la democracia venezolana, que perdió crédito frente a la población. Los venezolanos fueron sintiendo cómo los dos partidos sobre los que giraba la democracia en Venezuela –el socialcristiano Copei y el socialdemócrata Acción Democrática—desatendían los problemas reales de la población venezolana mientras las acusaciones de corrupción se multiplicaban. Tal fue el descrédito que los votantes prefirieron en 1999 elegir a un militar golpista como Hugo Chávez para presidir el país.
Sí, las insostenibles pero seductoras promesas populistas de Chávez fueron parte de los factores que explicaron su triunfo, pero también es cierto que la crisis de representatividad de las instituciones democráticas venezolanas creó el espacio para que este se produjera.
El proceso venezolano deja importantes lecciones para la democracia en América Latina y el mundo. Hoy enfrentamos un profundo proceso de cambio en la economía y los negocios que plantea serios desafíos a la democracia. Nunca hubo tanta prosperidad en el mundo como en la actualidad. Tras décadas de crueles e ineficaces dictaduras, la democracia y la apertura económica permitieron en América Latina que decenas de millones de personas hayan salido de la pobreza y hayan pasado a formar parte de la clase media, con acceso no sólo a bienes de consumo, sino también a educación y a una creciente –y libre; no es banal el detalle—oferta cultural.
Pero junto con estos fabulosos avances también llegaron ansiedades. Algunas debido a razones justificadas, otras no tanto.
Entre estas últimas está el tema de la desigualdad. El reparto de la riqueza creada en las últimas décadas ha beneficiado a amplios sectores de nuestras sociedades, pero ciertamente ha beneficiado mucho más a las elites empresariales y políticas. Esto no está bien, pero tampoco invalida al mercado y a la democracia. Se puede corregir. Después de todo, la gente vive mejor y tiene más oportunidades en Chile que en Cuba, que tiene un mejor índice de Gini (índice que mide la desigualdad). Uno de los mejores indicadores de ello son los cientos de miles de inmigrantes que ha recibido Chile, encabezados en los últimos tiempos por ciudadanos haitianos en búsqueda de oportunidades y de ciudadanos venezolanos que huyen del supuestamente igualitario paraíso chavista.
Sin embargo, la evidencia estadística y práctica del progreso social y económico de América Latina gracias a las libertades económicas y políticas conquistadas en las últimas décadas no es suficiente para sustentar el modelo. Tampoco es suficiente el simple acceso al consumo material de sectores cada vez mayores de la población.
Las nuevas clases medias sienten que su situación es precaria y que la democracia y el mercado no les ofrece las redes de protección necesarias para evitar a caer nuevamente en la pobreza en caso de enfrentar problemas, como perder el empleo o sufrir una enfermedad grave. Esta ansiedad frente al futuro, combinado con los escándalos de corrupción de la elite –escándalos que no solo provienen de la elite política, sino también de grupos empresariales que se coluden para bloquear la competencia y subir precios y ganancias—y la mediocridad de algunos dirigentes, crean un caldo de cultivo ideal para propuestas reñidas con las libertades. Un reciente estudio de la Asociación Internacional para la Evaluación del Logro Educativo (IEA, por sus siglas en inglés), muestra resultados aterradores: la mayoría de los estudiantes de octavo básico en Chile (57%), Perú (77%), México (67%) Colombia y República Dominicana (63% cada uno), está de acuerdo con un estado dictatorial si este trae orden y seguridad. La mayoría también apoyaría un estado dictatorial si este implica beneficios económicos para el país. Estamos hablando de niños de 13 años en promedio.
Es parte de un fenómeno preocupante. Hoy, el modelo de (relativa) libertad económica bajo un sistema autoritario ha ganado espacio en el mundo. El ejemplo más benévolo es el de Singapur, que ha servido de inspiración a los dirigentes de la República Popular China y a muchos otros países autoritarios, como Vietnam, que han logrado desarrollo económico pero coartando las libertades civiles. Este espejismo también está detrás de proyectos políticos como el de Tayyip Erdoğan de Turquía y de varios dirigentes populistas de derecha en Europa del Este. El mensaje es que la democracia es disfuncional y solo beneficia a las elites. Es un discurso no tan ajeno al que permitió a Donald Trump llegar a la presidencia de Estados Unidos.
Hoy, para defender la democracia y la libertad tenemos que estar atentos a los enemigos internos más que a los externos. En los últimos años, la democracia parece haberse reducido a consideraciones de economía y mercado. Esto es un error. Hay que recuperar la discusión política para afrontar los riesgos que el propio éxito económico ha traído. Desde la precarización de los empleos a los poderosísimos monopolios que las empresas tecnológicas están creando, pasando por la destrucción del tejido social que ha provocado el avance económico. Sin olvidar, además, el irreversible cambio en los equilibrios de poder globales, con China consolidándose como una potencia, que plantea desafíos de gran envergadura.
El mundo ha cambiado radicalmente en los últimos años, y principalmente para bien. Pero como todo proceso, ha traído efectos colaterales indeseados que hace falta afrontar. Si no lo hacemos desde la libertad y la democracia, estaremos dándole vía libre a los autoritarismos y poniendo en peligro el principal avance de la civilización: el respeto por la libertad de las personas.
Raúl Ferro es Director del Consejo Consultivo del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL).
Raúl FerroConsejero ConsultivoAnalista de economía y negocios especializado en América Latina. Fue corresponsal en Sudamérica de distintos medios económicos de EE.UU. y el Reino Unido, director editorial de la revista AméricaEconomía y director de estudios de BNamericas. Es Director del Consejo Consultivo de CADAL.
El 20 de mayo se llevaron a cabo elecciones presidenciales en Venezuela. Es, quizás, el último intento del régimen chavista de montar una comedia de formalidad democrática antes de entrar derechamente en una dictadura sin máscaras. El chavismo está pronto a cumplir 20 años en el poder en Venezuela y durante estas dos décadas se dedicó a improvisar versiones cada vez más degradadas de institucionalidad democrática. Este proceso de degradación fue directamente proporcional al deterioro del apoyo popular del régimen chavista.
Pero el chavismo no surgió de la nada. Fue en parte consecuencia del propio y progresivo deterioro de la democracia venezolana, que perdió crédito frente a la población. Los venezolanos fueron sintiendo cómo los dos partidos sobre los que giraba la democracia en Venezuela –el socialcristiano Copei y el socialdemócrata Acción Democrática—desatendían los problemas reales de la población venezolana mientras las acusaciones de corrupción se multiplicaban. Tal fue el descrédito que los votantes prefirieron en 1999 elegir a un militar golpista como Hugo Chávez para presidir el país.
Sí, las insostenibles pero seductoras promesas populistas de Chávez fueron parte de los factores que explicaron su triunfo, pero también es cierto que la crisis de representatividad de las instituciones democráticas venezolanas creó el espacio para que este se produjera.
El proceso venezolano deja importantes lecciones para la democracia en América Latina y el mundo. Hoy enfrentamos un profundo proceso de cambio en la economía y los negocios que plantea serios desafíos a la democracia. Nunca hubo tanta prosperidad en el mundo como en la actualidad. Tras décadas de crueles e ineficaces dictaduras, la democracia y la apertura económica permitieron en América Latina que decenas de millones de personas hayan salido de la pobreza y hayan pasado a formar parte de la clase media, con acceso no sólo a bienes de consumo, sino también a educación y a una creciente –y libre; no es banal el detalle—oferta cultural.
Pero junto con estos fabulosos avances también llegaron ansiedades. Algunas debido a razones justificadas, otras no tanto.
Entre estas últimas está el tema de la desigualdad. El reparto de la riqueza creada en las últimas décadas ha beneficiado a amplios sectores de nuestras sociedades, pero ciertamente ha beneficiado mucho más a las elites empresariales y políticas. Esto no está bien, pero tampoco invalida al mercado y a la democracia. Se puede corregir. Después de todo, la gente vive mejor y tiene más oportunidades en Chile que en Cuba, que tiene un mejor índice de Gini (índice que mide la desigualdad). Uno de los mejores indicadores de ello son los cientos de miles de inmigrantes que ha recibido Chile, encabezados en los últimos tiempos por ciudadanos haitianos en búsqueda de oportunidades y de ciudadanos venezolanos que huyen del supuestamente igualitario paraíso chavista.
Sin embargo, la evidencia estadística y práctica del progreso social y económico de América Latina gracias a las libertades económicas y políticas conquistadas en las últimas décadas no es suficiente para sustentar el modelo. Tampoco es suficiente el simple acceso al consumo material de sectores cada vez mayores de la población.
Las nuevas clases medias sienten que su situación es precaria y que la democracia y el mercado no les ofrece las redes de protección necesarias para evitar a caer nuevamente en la pobreza en caso de enfrentar problemas, como perder el empleo o sufrir una enfermedad grave. Esta ansiedad frente al futuro, combinado con los escándalos de corrupción de la elite –escándalos que no solo provienen de la elite política, sino también de grupos empresariales que se coluden para bloquear la competencia y subir precios y ganancias—y la mediocridad de algunos dirigentes, crean un caldo de cultivo ideal para propuestas reñidas con las libertades. Un reciente estudio de la Asociación Internacional para la Evaluación del Logro Educativo (IEA, por sus siglas en inglés), muestra resultados aterradores: la mayoría de los estudiantes de octavo básico en Chile (57%), Perú (77%), México (67%) Colombia y República Dominicana (63% cada uno), está de acuerdo con un estado dictatorial si este trae orden y seguridad. La mayoría también apoyaría un estado dictatorial si este implica beneficios económicos para el país. Estamos hablando de niños de 13 años en promedio.
Es parte de un fenómeno preocupante. Hoy, el modelo de (relativa) libertad económica bajo un sistema autoritario ha ganado espacio en el mundo. El ejemplo más benévolo es el de Singapur, que ha servido de inspiración a los dirigentes de la República Popular China y a muchos otros países autoritarios, como Vietnam, que han logrado desarrollo económico pero coartando las libertades civiles. Este espejismo también está detrás de proyectos políticos como el de Tayyip Erdoğan de Turquía y de varios dirigentes populistas de derecha en Europa del Este. El mensaje es que la democracia es disfuncional y solo beneficia a las elites. Es un discurso no tan ajeno al que permitió a Donald Trump llegar a la presidencia de Estados Unidos.
Hoy, para defender la democracia y la libertad tenemos que estar atentos a los enemigos internos más que a los externos. En los últimos años, la democracia parece haberse reducido a consideraciones de economía y mercado. Esto es un error. Hay que recuperar la discusión política para afrontar los riesgos que el propio éxito económico ha traído. Desde la precarización de los empleos a los poderosísimos monopolios que las empresas tecnológicas están creando, pasando por la destrucción del tejido social que ha provocado el avance económico. Sin olvidar, además, el irreversible cambio en los equilibrios de poder globales, con China consolidándose como una potencia, que plantea desafíos de gran envergadura.
El mundo ha cambiado radicalmente en los últimos años, y principalmente para bien. Pero como todo proceso, ha traído efectos colaterales indeseados que hace falta afrontar. Si no lo hacemos desde la libertad y la democracia, estaremos dándole vía libre a los autoritarismos y poniendo en peligro el principal avance de la civilización: el respeto por la libertad de las personas.
Raúl Ferro es Director del Consejo Consultivo del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL).