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Monitoreo de la gobernabilidad democrática
Referéndum y elecciones presidenciales en Moldavia: un alivio y muchas dudas para la Unión Europea
Entre octubre y noviembre, se llevaron a cabo dos elecciones en este pequeño país, vecino de Rumania y Ucrania, uno de los territorios más pobres de Europa en términos de PBI per cápita. Ambas estuvieron profundamente entrelazadas, porque Maia Sandu, Jefa de Estado desde 2020, representa la visión más proeuropea de la política local y ha encabezado el proceso que derivó en la candidatura a la UE en junio de 2022.Por Ignacio E. Hutin
Los resultados en Moldavia representaron más un alivio que una celebración. Fue un triunfo prooccidental en detrimento de Moscú, sí, pero por márgenes sumamente escuetos. No se trató de la consolidación absoluta de un camino europeo, tan relevante en el marco de las divisiones que sucedieron a la invasión rusa a Ucrania. Ni tampoco de una ex república soviética que le dice hasta nunca al Kremlin y a su influencia. Nada es tan concreto ni tan certero. Allí donde pugnan el Este y el Oeste, Rusia y la OTAN, especialmente a partir de la llegada de Vladimir Putin al poder, en esa tierra en disputa, poco puede darse por seguro.
Entre octubre y noviembre, se llevaron a cabo dos elecciones en este pequeño país, vecino de Rumania y Ucrania, uno de los territorios más pobres de Europa en términos de PBI per cápita. Ambas estuvieron profundamente entrelazadas, porque Maia Sandu, Jefa de Estado desde 2020, representa la visión más proeuropea de la política local y ha encabezado el proceso que derivó en la candidatura a la UE en junio de 2022. Sandu se postulaba a la reelección. Al mismo tiempo, se realizó un referéndum con el objetivo de incluir en la Constitución el mandato popular de incorporarse al bloque continental, tal como ya sucedió en Ucrania en 2019 y en Georgia un año antes.
La principal oposición moldava, el Partido de los Socialistas, llamó a boicotear el referéndum con el argumento de que sería utilizado por la presidenta para apalancar su victoria. A diferencia del Partido de los Comunistas, que promovió el voto en contra, la estrategia socialista apuntaba a que no se superara el mínimo requerido de participación del 33%. De no alcanzarse, el referéndum sería inválido y eso bastaría para no tener que mostrarse como un partido anti-UE en un país en el que casi 65% de la población apoya el ingreso al bloque.
El voto afirmativo, proeuropeo, resultó vencedor, pero por menos de medio punto porcentual. Y, si se omitieran los votos desde el extranjero, que representaron algo más de un 15%, el NO hubiera ganado por casi 5%. Sandu celebró y fue felicitada por sus aliados en Europa, pero no había mucho para festejar. Ganar por un margen tan acotado no es una buena noticia para la UE en uno de los países más subdesarrollados del continente, parcialmente ocupado por Rusia desde la disolución soviética y vecino de Ucrania, invadida por la misma Rusia. En este contexto, el voto prooccidental (o, mejor, anti-Moscú) debería haber sido abrumador. Y no ocurrió en el referéndum, pero tampoco en las dos vueltas electorales para elegir presidente.
Sandu ganó, sí, y continuará presidiendo Moldavia por los próximos cuatro años. Pero su 55% en el ballotage resulta un tanto desdibujado. Considerando sólo votos locales, el candidato del socialismo, Alexandr Stoianoglo, ganó por algo más de 1,2%. Parece una diferencia mínima, pero bastará para explotar la narrativa de que él representa a los moldavos que viven en Moldavia, que conocen Moldavia; mientras que ella, que obtuvo más del 80% del voto en el extranjero (cerca de un 20% del voto total), representa intereses foráneos.
Una semana antes de la segunda vuelta en Moldavia, hubo elecciones parlamentarias en Georgia, otra ex república soviética que es hoy también candidata a la UE. No es casual que el sector político de ambos países que apunta a mejorar las relaciones con Rusia haya usado un discurso similar para referirse a sus rivales: algo así como “nosotros representamos a los locales; ustedes, a los extranjeros”. Para Sandu será un desafío importante contrarrestar esa narrativa y, al mismo tiempo, empezar a cerrar una grieta que no deja de ampliarse desde que Rusia invadió la vecina Ucrania: la polarización entre acercarse a Moscú o dar por cerrada esa relación y apuntar exclusivamente hacia Bruselas.
Por otro lado, también se repite que el espacio político más próximo a Rusia (o directamente “prorruso”, según algunos) en ambos países afirma estar a favor de la UE y de avanzar en la candidatura al bloque. Este es un cambio rotundo respecto a 2020, cuando el candidato del Partido de los Socialistas, Igor Dodon, era abiertamente partidario de Putin. Hoy, tanto en Georgia como en Moldavia, este sector apunta a votantes que quieren recuperar los vínculos más estrechos con Moscú a pesar de ver el futuro de su país en Europa. La aparente contradicción se justifica a partir del miedo a que un gobierno prooccidental pudiera provocar al Kremlin y arrastrar a una nueva guerra. En ese sentido, los sectores euroescépticos ofrecen un argumento bien conocido: Ucrania. Esa es la amenaza que sobrevuela constantemente sobre las cabezas de las ex repúblicas soviéticas que no son parte de la OTAN, que no tienen una mayor fortaleza económica para garantizar estabilidad y autonomía, y cuyo sistema político es lo suficientemente democrático como para que efectivamente pueda surgir un cambio político mediante elecciones. De las 15 ex repúblicas soviéticas, sólo 4 cumplen con estos requisitos: Georgia, Moldavia, Ucrania y Armenia. Las tres primeras, candidatas a la UE. La restante, tradicionalmente el mayor aliado de Rusia en el Cáucaso Sur, se ha distanciado notablemente en los últimos dos años, tanto que suspendió su participación en la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, la alianza militar encabezada por Moscú, y llegó a acusar al Kremlin de intentar un golpe de Estado contra el gobierno de Nikol Pashinián.
Sin invasión, la injerencia desde Moscú se hizo sentir en las elecciones moldavas. Según el asesor de seguridad nacional de Maia Sandu, Stanislav Secrieru, el 3 de noviembre, día de la segunda vuelta, se produjo una “interferencia masiva de Rusia”, que según él tenía “un alto potencial para distorsionar el resultado”. Poco antes de la primera votación, Sandu dijo que tenía pruebas de que “un grupo criminal buscaba comprar 300.000 votos”. El acusado era Ilan Shor, oligarca condenado por cometer el mayor fraude bancario en la historia de Moldavia, que huyó y ahora vive en Moscú con ciudadanía rusa. Se supone que transfirió 39 millones de dólares a través del banco estatal ruso Promsvyazbank para comprar votos ¿Significa eso una influencia directa del Kremlin? No necesariamente, pero los antecedentes permiten, al menos, sospecharlo.
Al mismo tiempo, la comisión electoral de Moldavia informó que estaba al tanto de supuestos transportes organizados de votantes por aire y tierra desde Rusia hacia Bielorrusia, Azerbaiyán y Turquía, en donde había más centros electorales que en la misma Rusia, en donde residen unos 150 mil moldavos. Es la primera vez que ocurre algo así durante una elección en Moldavia y puede que el mismo Shor haya financiado esos viajes. En cualquier caso, el 82% que recibió Sandu desde el extranjero en la segunda vuelta prueba que, si esta metodología apuntaba a beneficiar a Stoianoglo, resultó poco relevante. El mismo candidato del socialismo dijo que “se exagera mucho el nivel de interferencia rusa en Moldavia”. Y puede que tenga razón.
Si el apoyo a la UE fuera realmente abrumador, la injerencia extranjera no tendría mayor importancia. Por otro lado, si la intromisión rusa hubiera sido realmente tan amplia, el gobierno moldavo podría mostrar ese nimio 0,4% de ventaja en el referéndum como un gran logro frente a la adversidad. El gobierno de un pequeño país que derrota, pese a todo, al vecino gigante. Sería, de todas formas, una admisión de debilidad estatal frente a injerencias extranjeras, lo que apuntalaría el argumento respecto a una posible invasión rusa. “Si somos tan vulnerables”, puede decir la oposición, “más aún debemos llevarnos bien con nuestro potencial enemigo”.
Pero tal vez la injerencia rusa (quizás, incluso, exagerada) sea tan sólo una excusa que no permita ver el fondo del problema. Los sectores que aspiran a una mejor relación con Moscú tienen a su favor el argumento concreto del miedo, de las amenazas, de las fotos de Ucrania ¿Qué tiene para ofrecer el sector contrario? ¿Qué puede ofrecer la UE para convencer a los votantes de Moldavia o de Georgia de que, no sólo deben querer formar parte del bloque, sino que, además, deben rechazar cualquier acercamiento con Rusia? En principio, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, prometió a Sandu 1.800 millones de euros en concepto de ayuda financiera antes de las elecciones, una medida que incluso podría ser considerada como una violación del código electoral moldavo: participación de actores extranjeros durante las elecciones.
En las tres votaciones (referéndum y ambas vueltas presidenciales) la participación fue de alrededor del 50%. No es una cifra excepcionalmente baja, sino que es más bien lo normal en Moldavia, en donde ninguna alternativa parece despertar mayor entusiasmo. Al mismo tiempo, a la polarización política se le suma el aspecto socioeconómico: Sandu y el SÍ ganaron en las regiones centrales del país, las más urbanizadas; Stoianoglo y el NO, en el norte, sur y este del país, en zonas predominantemente rurales, en donde el idioma ruso es más habitual o en la región de Transnistria, en donde Rusia mantiene apostados al menos 1500 hombres. En la Región Autónoma de Gagauzia, por lejos la más pobre del país, 98% votó por el NO y 97%, por Stoianoglo.
Las amenazas rusas no bastarán para unificar a una sociedad que dirime su futuro en medio de un contexto turbulento, pero tampoco alcanzan los escuetos argumentos de Bruselas. Es grave que la UE no pueda demostrar convincentemente que es una mejor alternativa que la Rusia de Putin, con su represión, sus castigos, su invasión a países vecinos. No es casual que cada vez sean más los éxitos electorales de partidos euroescépticos y/o rusófilos, que ya no se trate tan sólo de Viktor Orbán en Hungría o Ley y Justicia en Polonia y que ahora se sumen el Partido de la Libertad en Austria y su homónimo en Países Bajos, la Agrupación Nacional de Marine Le pen en Francia, Alternativa para Alemania o Smer-SD en Eslovaquia. Occidente tiene que ofrecerles a países como Moldavia o Georgia algo que le gane al miedo, algo concreto, no meras promesas de eventuales adhesiones a la Unión Europea que acarrearán utopías inevitables. Los dos países han demostrado en las últimas semanas que con eso no basta, que se necesita un cambio de estrategia. De lo contrario, las elecciones parlamentarias de 2025, cuando se decida el próximo gobierno moldavo, tendrán mucho más de miedo que de alivio.
Ignacio E. HutinConsejero ConsultivoMagíster en Relaciones Internacionales (USAL, 2021), Licenciado en Periodismo (USAL, 2014) y especializado en Liderazgo en Emergencias Humanitarias (UNDEF, 2019). Es especialista en Europa Oriental, Eurasia post soviética y Balcanes y fotógrafo (ARGRA, 2009). Becado por el Estado finlandés para la realización de estudios relativos al Ártico en la Universidad de Laponia (2012). Es autor de los libros Saturno (2009), Deconstrucción: Crónicas y reflexiones desde la Europa Oriental poscomunista (2018), Ucrania/Donbass: una renovada guerra fría (2021) y Ucrania: crónica desde el frente (2021).
Los resultados en Moldavia representaron más un alivio que una celebración. Fue un triunfo prooccidental en detrimento de Moscú, sí, pero por márgenes sumamente escuetos. No se trató de la consolidación absoluta de un camino europeo, tan relevante en el marco de las divisiones que sucedieron a la invasión rusa a Ucrania. Ni tampoco de una ex república soviética que le dice hasta nunca al Kremlin y a su influencia. Nada es tan concreto ni tan certero. Allí donde pugnan el Este y el Oeste, Rusia y la OTAN, especialmente a partir de la llegada de Vladimir Putin al poder, en esa tierra en disputa, poco puede darse por seguro.
Entre octubre y noviembre, se llevaron a cabo dos elecciones en este pequeño país, vecino de Rumania y Ucrania, uno de los territorios más pobres de Europa en términos de PBI per cápita. Ambas estuvieron profundamente entrelazadas, porque Maia Sandu, Jefa de Estado desde 2020, representa la visión más proeuropea de la política local y ha encabezado el proceso que derivó en la candidatura a la UE en junio de 2022. Sandu se postulaba a la reelección. Al mismo tiempo, se realizó un referéndum con el objetivo de incluir en la Constitución el mandato popular de incorporarse al bloque continental, tal como ya sucedió en Ucrania en 2019 y en Georgia un año antes.
La principal oposición moldava, el Partido de los Socialistas, llamó a boicotear el referéndum con el argumento de que sería utilizado por la presidenta para apalancar su victoria. A diferencia del Partido de los Comunistas, que promovió el voto en contra, la estrategia socialista apuntaba a que no se superara el mínimo requerido de participación del 33%. De no alcanzarse, el referéndum sería inválido y eso bastaría para no tener que mostrarse como un partido anti-UE en un país en el que casi 65% de la población apoya el ingreso al bloque.
El voto afirmativo, proeuropeo, resultó vencedor, pero por menos de medio punto porcentual. Y, si se omitieran los votos desde el extranjero, que representaron algo más de un 15%, el NO hubiera ganado por casi 5%. Sandu celebró y fue felicitada por sus aliados en Europa, pero no había mucho para festejar. Ganar por un margen tan acotado no es una buena noticia para la UE en uno de los países más subdesarrollados del continente, parcialmente ocupado por Rusia desde la disolución soviética y vecino de Ucrania, invadida por la misma Rusia. En este contexto, el voto prooccidental (o, mejor, anti-Moscú) debería haber sido abrumador. Y no ocurrió en el referéndum, pero tampoco en las dos vueltas electorales para elegir presidente.
Sandu ganó, sí, y continuará presidiendo Moldavia por los próximos cuatro años. Pero su 55% en el ballotage resulta un tanto desdibujado. Considerando sólo votos locales, el candidato del socialismo, Alexandr Stoianoglo, ganó por algo más de 1,2%. Parece una diferencia mínima, pero bastará para explotar la narrativa de que él representa a los moldavos que viven en Moldavia, que conocen Moldavia; mientras que ella, que obtuvo más del 80% del voto en el extranjero (cerca de un 20% del voto total), representa intereses foráneos.
Una semana antes de la segunda vuelta en Moldavia, hubo elecciones parlamentarias en Georgia, otra ex república soviética que es hoy también candidata a la UE. No es casual que el sector político de ambos países que apunta a mejorar las relaciones con Rusia haya usado un discurso similar para referirse a sus rivales: algo así como “nosotros representamos a los locales; ustedes, a los extranjeros”. Para Sandu será un desafío importante contrarrestar esa narrativa y, al mismo tiempo, empezar a cerrar una grieta que no deja de ampliarse desde que Rusia invadió la vecina Ucrania: la polarización entre acercarse a Moscú o dar por cerrada esa relación y apuntar exclusivamente hacia Bruselas.
Por otro lado, también se repite que el espacio político más próximo a Rusia (o directamente “prorruso”, según algunos) en ambos países afirma estar a favor de la UE y de avanzar en la candidatura al bloque. Este es un cambio rotundo respecto a 2020, cuando el candidato del Partido de los Socialistas, Igor Dodon, era abiertamente partidario de Putin. Hoy, tanto en Georgia como en Moldavia, este sector apunta a votantes que quieren recuperar los vínculos más estrechos con Moscú a pesar de ver el futuro de su país en Europa. La aparente contradicción se justifica a partir del miedo a que un gobierno prooccidental pudiera provocar al Kremlin y arrastrar a una nueva guerra. En ese sentido, los sectores euroescépticos ofrecen un argumento bien conocido: Ucrania. Esa es la amenaza que sobrevuela constantemente sobre las cabezas de las ex repúblicas soviéticas que no son parte de la OTAN, que no tienen una mayor fortaleza económica para garantizar estabilidad y autonomía, y cuyo sistema político es lo suficientemente democrático como para que efectivamente pueda surgir un cambio político mediante elecciones. De las 15 ex repúblicas soviéticas, sólo 4 cumplen con estos requisitos: Georgia, Moldavia, Ucrania y Armenia. Las tres primeras, candidatas a la UE. La restante, tradicionalmente el mayor aliado de Rusia en el Cáucaso Sur, se ha distanciado notablemente en los últimos dos años, tanto que suspendió su participación en la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, la alianza militar encabezada por Moscú, y llegó a acusar al Kremlin de intentar un golpe de Estado contra el gobierno de Nikol Pashinián.
Sin invasión, la injerencia desde Moscú se hizo sentir en las elecciones moldavas. Según el asesor de seguridad nacional de Maia Sandu, Stanislav Secrieru, el 3 de noviembre, día de la segunda vuelta, se produjo una “interferencia masiva de Rusia”, que según él tenía “un alto potencial para distorsionar el resultado”. Poco antes de la primera votación, Sandu dijo que tenía pruebas de que “un grupo criminal buscaba comprar 300.000 votos”. El acusado era Ilan Shor, oligarca condenado por cometer el mayor fraude bancario en la historia de Moldavia, que huyó y ahora vive en Moscú con ciudadanía rusa. Se supone que transfirió 39 millones de dólares a través del banco estatal ruso Promsvyazbank para comprar votos ¿Significa eso una influencia directa del Kremlin? No necesariamente, pero los antecedentes permiten, al menos, sospecharlo.
Al mismo tiempo, la comisión electoral de Moldavia informó que estaba al tanto de supuestos transportes organizados de votantes por aire y tierra desde Rusia hacia Bielorrusia, Azerbaiyán y Turquía, en donde había más centros electorales que en la misma Rusia, en donde residen unos 150 mil moldavos. Es la primera vez que ocurre algo así durante una elección en Moldavia y puede que el mismo Shor haya financiado esos viajes. En cualquier caso, el 82% que recibió Sandu desde el extranjero en la segunda vuelta prueba que, si esta metodología apuntaba a beneficiar a Stoianoglo, resultó poco relevante. El mismo candidato del socialismo dijo que “se exagera mucho el nivel de interferencia rusa en Moldavia”. Y puede que tenga razón.
Si el apoyo a la UE fuera realmente abrumador, la injerencia extranjera no tendría mayor importancia. Por otro lado, si la intromisión rusa hubiera sido realmente tan amplia, el gobierno moldavo podría mostrar ese nimio 0,4% de ventaja en el referéndum como un gran logro frente a la adversidad. El gobierno de un pequeño país que derrota, pese a todo, al vecino gigante. Sería, de todas formas, una admisión de debilidad estatal frente a injerencias extranjeras, lo que apuntalaría el argumento respecto a una posible invasión rusa. “Si somos tan vulnerables”, puede decir la oposición, “más aún debemos llevarnos bien con nuestro potencial enemigo”.
Pero tal vez la injerencia rusa (quizás, incluso, exagerada) sea tan sólo una excusa que no permita ver el fondo del problema. Los sectores que aspiran a una mejor relación con Moscú tienen a su favor el argumento concreto del miedo, de las amenazas, de las fotos de Ucrania ¿Qué tiene para ofrecer el sector contrario? ¿Qué puede ofrecer la UE para convencer a los votantes de Moldavia o de Georgia de que, no sólo deben querer formar parte del bloque, sino que, además, deben rechazar cualquier acercamiento con Rusia? En principio, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, prometió a Sandu 1.800 millones de euros en concepto de ayuda financiera antes de las elecciones, una medida que incluso podría ser considerada como una violación del código electoral moldavo: participación de actores extranjeros durante las elecciones.
En las tres votaciones (referéndum y ambas vueltas presidenciales) la participación fue de alrededor del 50%. No es una cifra excepcionalmente baja, sino que es más bien lo normal en Moldavia, en donde ninguna alternativa parece despertar mayor entusiasmo. Al mismo tiempo, a la polarización política se le suma el aspecto socioeconómico: Sandu y el SÍ ganaron en las regiones centrales del país, las más urbanizadas; Stoianoglo y el NO, en el norte, sur y este del país, en zonas predominantemente rurales, en donde el idioma ruso es más habitual o en la región de Transnistria, en donde Rusia mantiene apostados al menos 1500 hombres. En la Región Autónoma de Gagauzia, por lejos la más pobre del país, 98% votó por el NO y 97%, por Stoianoglo.
Las amenazas rusas no bastarán para unificar a una sociedad que dirime su futuro en medio de un contexto turbulento, pero tampoco alcanzan los escuetos argumentos de Bruselas. Es grave que la UE no pueda demostrar convincentemente que es una mejor alternativa que la Rusia de Putin, con su represión, sus castigos, su invasión a países vecinos. No es casual que cada vez sean más los éxitos electorales de partidos euroescépticos y/o rusófilos, que ya no se trate tan sólo de Viktor Orbán en Hungría o Ley y Justicia en Polonia y que ahora se sumen el Partido de la Libertad en Austria y su homónimo en Países Bajos, la Agrupación Nacional de Marine Le pen en Francia, Alternativa para Alemania o Smer-SD en Eslovaquia. Occidente tiene que ofrecerles a países como Moldavia o Georgia algo que le gane al miedo, algo concreto, no meras promesas de eventuales adhesiones a la Unión Europea que acarrearán utopías inevitables. Los dos países han demostrado en las últimas semanas que con eso no basta, que se necesita un cambio de estrategia. De lo contrario, las elecciones parlamentarias de 2025, cuando se decida el próximo gobierno moldavo, tendrán mucho más de miedo que de alivio.