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Observatorio de Relaciones Internacionales y Derechos Humanos
Afganistán y el nuevo desafío de no mirar hacia otro lado
Un día el presidente estadounidense anunció que sus tropas comenzarían a retirarse y ese fue el fin. En poco más de una semana todo el territorio afgano estaba nuevamente bajo control talibán y el mandatario afgano había abandonado el país, tal vez hacia Tayikistán. Los veinte años construyendo un Estado capaz de sostenerse por sí mismo fueron en vano y al final la estructura se desplomó como un castillo de naipes. Rápida y sigilosamente.Por Ignacio E. Hutin
La situación actual es de incertidumbre, de preguntas sin respuestas y de jugar a las adivinanzas, a ver quién gobierna o qué depara un futuro de piezas que se van reacomodando en el tablero. Eso no significa que el escenario en Afganistán sea completamente nuevo o desconocido. Al fin y al cabo, el grupo Talibán ya dominó estas tierras entre 1996 y 2001. Pero dos décadas después de la invasión estadounidense, dos décadas después del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, el mundo ha cambiado. Y Talibán quizás también.
El grupo extremista cobró fuerza en los noventas, cuando la larguísima e infructuosa invasión soviética había llegado a su fin. Fueron tiempos de terror, de persecución a quien no siguiera las férreas leyes del extremismo religioso. También reinó por entonces la misoginia: las mujeres y niñas afganas no podían trabajar o estudiar, no tenían derecho a una vida digna, libre. Esos recuerdos no se han borrado y hoy se expresan en los miles de ciudadanos que intentan huir de cualquier manera y hacia dónde sea. Es en este punto en que comienza un juego que tampoco es nuevo, que ya se ha visto: ¿qué hacer con los nuevos refugiados? ¿Quién abrirá las fronteras para que sobrevivan seres humanos que escapan de futuros inciertos?
Para empezar a plantear esto es necesario antes entender de qué huyen tantas personas. Sería ridículo pensar que abandonan su tierra (su casa, posesiones, historia, amigos, familiares, trabajo, vida) sin mayores motivos. Como si escapar a toda prisa fuera tan sencillo como cambiarse los zapatos. Claro que no. Sólo un miedo profundo puede empujar a tantos seres humanos a afrontar un viaje desesperado y riesgoso. Ese miedo es el recuerdo del gobierno Talibán, cuando los fanáticos eran amos de la vida y de la muerte de todos en Afganistán, cuando usaban el terror para imponerse. Nadie lo olvida y pocos quieren volver a ese lugar que parecía extinto. La única alternativa es huir.
Es cierto que Afganistán estuvo muy lejos de ser un paraíso terrenal en estos últimos veinte años, pero algunas cosas realmente mejoraron. Hubo mayores libertades civiles, hubo cuatro elecciones relativamente democráticas, hubo una transición de poder limpia y pacífica, hubo niñas en las escuelas. Eso no es poco, por más que la guerra continuara y que cada día se sumaran más y más muertos. Se mantuvo cierta estabilidad sostenida por el apoyo internacional, encabezado por Estados Unidos. La idea era construir una democracia lo suficientemente perdurable y fuerte, una estructura en el que los sectores políticos y religiosos pudieran dirimir sus disputas sin recurrir a un AK-47. En ese proceso, los talibanes se alejaron de la esfera pública y se esfumaron para reaparecer en el momento adecuado, para atacar cuando su presa fuera vulnerable.
Un día el presidente estadounidense anunció que sus tropas comenzarían a retirarse y ese fue el fin. En poco más de una semana todo el territorio afgano estaba nuevamente bajo control talibán y el mandatario afgano había abandonado el país, tal vez hacia Tayikistán. Los veinte años construyendo un Estado capaz de sostenerse por sí mismo fueron en vano y al final la estructura se desplomó como un castillo de naipes. Rápida y sigilosamente.
Los primeros anuncios del grupo en el poder parecen apuntar a un nuevo rumbo, como si estas dos décadas hubieran apaciguado las ambiciones absolutistas y extremas para dar lugar a una moderación un tanto más pragmática. Su portavoz dijo que se respetarán derechos individuales, que habrá una amnistía general para los detractores, e incluso que las mujeres podrán trabajar y estudiar bajo el nuevo régimen. Claro que siempre y cuando sigan la Sharia, la ley islámica.
Los talibanes saben que la mejor forma de permanecer en el poder es garantizando una estabilidad que resulte cómoda puertas afuera y que, por ejemplo, permita explotar eficientemente y sin riesgos los importantes recursos minerales que esta tierra ofrece. Cobalto, oro, hierro, lapislázuli y litio pueden aportar grandes ingresos para el nuevo régimen y también para los futuros inversores extranjeros. Países como China y Rusia no tardaron en anunciar que negociarían con los talibanes como nuevos representantes del Estado afgano. Una lógica pragmática, realista, que privilegia las ganancias por sobre la población. Al fin y al cabo ese mismo juego ya se ha visto en otros rincones del planeta, por ejemplo en la República Democrática del Congo, en donde la extracción de recursos a bajo costo justifica mirar hacia otro lado mientras se cometen atrocidades. Ese puede ser el futuro próximo para los afganos que no quieran o no puedan huir.
Quizás algunos incluso confíen en este nuevo rostro que pretenden mostrar los viejos conocidos, una versión más cortés, aparentemente tolerante y moderada. Si hasta UNICEF expresó cierto optimismo. Pero es difícil que se produzca un cambio rotundo que vaya más allá de los discursos. No es casual que sean tantos los que huyen, ni tampoco que alrededor del 80% de los que lo hacen sean mujeres y niños. Huyen por miedo, ¿pero hacia dónde? La Unión Europea carga con el antecedente de 2015, cuando más de dos millones de refugiados buscaron asilo en distintos países del bloque. Entonces algunos, como Alemania, abrieron sus puertas, pero en otros se difundió un mensaje de xenofobia, la idea de que quienes huían de la guerra también la traían consigo, que recibirlos implicaba demasiados problemas.
El presidente francés Emmanuel Macron dijo que “debemos anticiparnos y protegernos de importantes flujos migratorios irregulares”. Sabe que ese discurso tendrá adeptos y que es más sencillo delegarle el problema a algún otro Estado, tal vez a Turquía, a Albania, a Irán o a cualquiera que acepte hacerse cargo de un grupo de personas como si fuera un paquete incómodo. En ese sentido, es probable que la explotación de recursos minerales no sea la única excusa para mirar hacia otro lado: un gobierno represivo tal vez sea bienvenido si significa estabilidad, si garantiza que los expulsados no lleguen al corazón de Europa.
O tal vez, sólo tal vez, la Unión Europea haya aprendido la lección y ya no se limite a aceptar o no migrantes ni a pretender que no hay personas sufriendo. Quizás así ayude a construir un futuro mejor en Afganistán una vez que el nuevo discurso talibán se desplome, cuando quede a la luz la vieja y conocida persecución que ya reinaba hace veinte años.
Ignacio E. HutinConsejero ConsultivoMagíster en Relaciones Internacionales (USAL, 2021), Licenciado en Periodismo (USAL, 2014) y especializado en Liderazgo en Emergencias Humanitarias (UNDEF, 2019). Es especialista en Europa Oriental, Eurasia post soviética y Balcanes y fotógrafo (ARGRA, 2009). Becado por el Estado finlandés para la realización de estudios relativos al Ártico en la Universidad de Laponia (2012). Es autor de los libros Saturno (2009), Deconstrucción: Crónicas y reflexiones desde la Europa Oriental poscomunista (2018), Ucrania/Donbass: una renovada guerra fría (2021) y Ucrania: crónica desde el frente (2021).
La situación actual es de incertidumbre, de preguntas sin respuestas y de jugar a las adivinanzas, a ver quién gobierna o qué depara un futuro de piezas que se van reacomodando en el tablero. Eso no significa que el escenario en Afganistán sea completamente nuevo o desconocido. Al fin y al cabo, el grupo Talibán ya dominó estas tierras entre 1996 y 2001. Pero dos décadas después de la invasión estadounidense, dos décadas después del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, el mundo ha cambiado. Y Talibán quizás también.
El grupo extremista cobró fuerza en los noventas, cuando la larguísima e infructuosa invasión soviética había llegado a su fin. Fueron tiempos de terror, de persecución a quien no siguiera las férreas leyes del extremismo religioso. También reinó por entonces la misoginia: las mujeres y niñas afganas no podían trabajar o estudiar, no tenían derecho a una vida digna, libre. Esos recuerdos no se han borrado y hoy se expresan en los miles de ciudadanos que intentan huir de cualquier manera y hacia dónde sea. Es en este punto en que comienza un juego que tampoco es nuevo, que ya se ha visto: ¿qué hacer con los nuevos refugiados? ¿Quién abrirá las fronteras para que sobrevivan seres humanos que escapan de futuros inciertos?
Para empezar a plantear esto es necesario antes entender de qué huyen tantas personas. Sería ridículo pensar que abandonan su tierra (su casa, posesiones, historia, amigos, familiares, trabajo, vida) sin mayores motivos. Como si escapar a toda prisa fuera tan sencillo como cambiarse los zapatos. Claro que no. Sólo un miedo profundo puede empujar a tantos seres humanos a afrontar un viaje desesperado y riesgoso. Ese miedo es el recuerdo del gobierno Talibán, cuando los fanáticos eran amos de la vida y de la muerte de todos en Afganistán, cuando usaban el terror para imponerse. Nadie lo olvida y pocos quieren volver a ese lugar que parecía extinto. La única alternativa es huir.
Es cierto que Afganistán estuvo muy lejos de ser un paraíso terrenal en estos últimos veinte años, pero algunas cosas realmente mejoraron. Hubo mayores libertades civiles, hubo cuatro elecciones relativamente democráticas, hubo una transición de poder limpia y pacífica, hubo niñas en las escuelas. Eso no es poco, por más que la guerra continuara y que cada día se sumaran más y más muertos. Se mantuvo cierta estabilidad sostenida por el apoyo internacional, encabezado por Estados Unidos. La idea era construir una democracia lo suficientemente perdurable y fuerte, una estructura en el que los sectores políticos y religiosos pudieran dirimir sus disputas sin recurrir a un AK-47. En ese proceso, los talibanes se alejaron de la esfera pública y se esfumaron para reaparecer en el momento adecuado, para atacar cuando su presa fuera vulnerable.
Un día el presidente estadounidense anunció que sus tropas comenzarían a retirarse y ese fue el fin. En poco más de una semana todo el territorio afgano estaba nuevamente bajo control talibán y el mandatario afgano había abandonado el país, tal vez hacia Tayikistán. Los veinte años construyendo un Estado capaz de sostenerse por sí mismo fueron en vano y al final la estructura se desplomó como un castillo de naipes. Rápida y sigilosamente.
Los primeros anuncios del grupo en el poder parecen apuntar a un nuevo rumbo, como si estas dos décadas hubieran apaciguado las ambiciones absolutistas y extremas para dar lugar a una moderación un tanto más pragmática. Su portavoz dijo que se respetarán derechos individuales, que habrá una amnistía general para los detractores, e incluso que las mujeres podrán trabajar y estudiar bajo el nuevo régimen. Claro que siempre y cuando sigan la Sharia, la ley islámica.
Los talibanes saben que la mejor forma de permanecer en el poder es garantizando una estabilidad que resulte cómoda puertas afuera y que, por ejemplo, permita explotar eficientemente y sin riesgos los importantes recursos minerales que esta tierra ofrece. Cobalto, oro, hierro, lapislázuli y litio pueden aportar grandes ingresos para el nuevo régimen y también para los futuros inversores extranjeros. Países como China y Rusia no tardaron en anunciar que negociarían con los talibanes como nuevos representantes del Estado afgano. Una lógica pragmática, realista, que privilegia las ganancias por sobre la población. Al fin y al cabo ese mismo juego ya se ha visto en otros rincones del planeta, por ejemplo en la República Democrática del Congo, en donde la extracción de recursos a bajo costo justifica mirar hacia otro lado mientras se cometen atrocidades. Ese puede ser el futuro próximo para los afganos que no quieran o no puedan huir.
Quizás algunos incluso confíen en este nuevo rostro que pretenden mostrar los viejos conocidos, una versión más cortés, aparentemente tolerante y moderada. Si hasta UNICEF expresó cierto optimismo. Pero es difícil que se produzca un cambio rotundo que vaya más allá de los discursos. No es casual que sean tantos los que huyen, ni tampoco que alrededor del 80% de los que lo hacen sean mujeres y niños. Huyen por miedo, ¿pero hacia dónde? La Unión Europea carga con el antecedente de 2015, cuando más de dos millones de refugiados buscaron asilo en distintos países del bloque. Entonces algunos, como Alemania, abrieron sus puertas, pero en otros se difundió un mensaje de xenofobia, la idea de que quienes huían de la guerra también la traían consigo, que recibirlos implicaba demasiados problemas.
El presidente francés Emmanuel Macron dijo que “debemos anticiparnos y protegernos de importantes flujos migratorios irregulares”. Sabe que ese discurso tendrá adeptos y que es más sencillo delegarle el problema a algún otro Estado, tal vez a Turquía, a Albania, a Irán o a cualquiera que acepte hacerse cargo de un grupo de personas como si fuera un paquete incómodo. En ese sentido, es probable que la explotación de recursos minerales no sea la única excusa para mirar hacia otro lado: un gobierno represivo tal vez sea bienvenido si significa estabilidad, si garantiza que los expulsados no lleguen al corazón de Europa.
O tal vez, sólo tal vez, la Unión Europea haya aprendido la lección y ya no se limite a aceptar o no migrantes ni a pretender que no hay personas sufriendo. Quizás así ayude a construir un futuro mejor en Afganistán una vez que el nuevo discurso talibán se desplome, cuando quede a la luz la vieja y conocida persecución que ya reinaba hace veinte años.