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Observatorio de Relaciones Internacionales y Derechos Humanos
Se derrumba la fachada en Uzbekistán: la represión marca el fin de una etapa de transformaciones
Las protestas a principios de julio en Karakalpakstán fueron duramente reprimidas y terminaron con un saldo de 18 muertos y más de 500 detenidos, según el gobierno, que también afirmó que los manifestantes habían intentado ocupar edificios públicos. Mirziyoyev fue aún más allá y, aunque no acusó a nadie en particular, declaró que los disturbios fueron planeados durante años por fuerzas extranjeras, como si la sociedad civil de su país no pudiera cuestionarlo. Por algunos días el acceso a internet fue bloqueado y se estableció el estado de emergencia y toque de queda.Por Ignacio E. Hutin
Karakalpakstán es una región nominalmente autónoma que ocupa aproximadamente un tercio del territorio de Uzbekistán, pero sólo vive allí un 5% de la población del país. Buena parte de los habitantes de la zona solía vivir de la pesca en el Mar de Aral, que comparte con la vecina Kazajistán, pero durante la etapa soviética se desvío el agua para regar plantaciones de algodón y el lago, como la principal fuente de recursos local, prácticamente se secó. Es decir, se trata de un gran desierto, sin mayores recursos, un área periférica que aún en tiempos soviéticos recibía una atención mínima. Y sin embargo, Karakalpakstán fue recientemente el foco de un estallido extraño, poco frecuente en Asia Central, una región más habituada a la estabilidad represiva por parte de líderes estancados en el poder que a movilizaciones sociales.
El origen de las protestas fue el proyecto de reformas constitucionales propuestas por el presidente Shavkat Mirziyoyev, que gobierna desde 2016. En 1993 Karakalpakstán se incorporó oficialmente a Uzbekistán con la promesa de que se llevaría a cabo un referéndum independentista 20 años después, cosa que nunca sucedió. Aun así la Constitución uzbeka establece que esta región es soberana y tiene derecho a la secesión, además de bandera, himno, parlamento autónomo y su propia carta magna. Pero las reformas planteadas por el presidente apuntan a eliminar estos derechos, reducir la autonomía local, suprimir el derecho a secesión y, además, extender la duración de la gestión presidencial de cinco a siete años y eliminar el límite de dos mandatos.
Las protestas a principios de julio en Karakalpakstán fueron duramente reprimidas y terminaron con un saldo de 18 muertos y más de 500 detenidos, según el gobierno, que también afirmó que los manifestantes habían intentado ocupar edificios públicos. Mirziyoyev fue aún más allá y, aunque no acusó a nadie en particular, declaró que los disturbios fueron planeados durante años por fuerzas extranjeras, como si la sociedad civil de su país no pudiera cuestionarlo. Por algunos días el acceso a internet fue bloqueado y se estableció el estado de emergencia y toque de queda.
La periodista local Lolagul Kallyjanova permanece aún detenida e incomunicada luego de cubrir las protestas y publicar contenido crítico hacia el gobierno central. Por otro lado, el periodista y activista por los derechos humanos Dauletmurat Tazhimuratov, que encabezó las movilizaciones, fue detenido bajo el cargo de “violación del orden constitucional” y puede recibir una condena de hasta 20 años de prisión. Hay denuncias de que ha sido objeto de maltrato físico bajo custodia, mientras que la Organización Mundial Contra la Tortura (OMCT) reclama que Tazhimuratov ha sido secuestrado junto a su esposa, su hija de 8 años, dos hermanos y un sobrino. El paradero de todos ellos aún es desconocido.
Finalmente Mirziyoyev acordó retirar las enmiendas relativas a la autonomía regional y la tensión en Karakalpakstán se apaciguó, lo que podría considerarse una victoria para la sociedad civil, aunque se mantenga la extensión del periodo presidencial y la eliminación del límite de dos mandatos. Y sin embargo los uzbekos no tienen mucho para festejar, menos aun después de 18 muertes.
Mirziyoyev asumió la presidencia tras la muerte de Islam Karimov, único líder del país a partir de la disolución soviética de 1991. En 25 años, Karimov enmendó la Constitución para perpetuarse en el poder y se presentó a cuatro elecciones en las que su peor resultado fue 87%. A la represión y la censura se le sumó la reducción a esclavitud de 1.2 millones de personas, alrededor de un 4% de la población, según datos de 2016 de la Fundación Walk Free. Era entonces el segundo mayor porcentaje del mundo, tan sólo superado por Corea del Norte.
El final de Karimov parecía el principio de un cambio, de hecho Mirziyoyev se apresuró a promover un proceso tendiente a cierta modernización y apertura. Por primera vez se publicó un informe de gobierno ambiental, social y corporativo (ESG, por sus siglas en inglés), se prohibió el trabajo infantil, se redujeron los niveles de esclavitud, fueron liberados miles de presos políticos y Uzbekistán se abrió a los mercados internacionales de capital, lo que se tradujo en un aumento de un 266% de la inversión extranjera directa en 2019.
Pero las elecciones de 2021 fueron el final del proceso o quizás la prueba de que Mirziyoyev, Primer Ministro de Karimov entre 2003 y 2016, no era tan distinto a su predecesor. En octubre pasado fue reelecto con el 80% de los votos en comicios caracterizados, según el informe de la Oficina de Instituciones Democráticas y Derechos Humanos (OIDDH) de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), por la falta de competencia real, notables diferencias en la posibilidad de acceso a medios de comunicación entre el oficialismo y sus cuatro rivales, candidatos supuestamente opositores que nunca cuestionaron o desafiaron al presidente, imposibilidad de inscribir nuevos partidos e irregularidades varias al momento de sufragar. Y finalmente la represión de julio en Karakalpakstán y las reformas constitucionales que aún se sostienen marcan el derrumbe de una fachada reformista.
Según el último informe de libertad de prensa elaborado por Reporteros sin Fronteras, Uzbekistán aparece en el puesto 133 de 180 países analizados; mientras que en el Índice de Democracia elaborado por el semanario británico The Economist, figura 150° de 167, apenas por encima de Venezuela y Arabia Saudita y en una peor situación que China, Bielorrusia, Azerbaiyán, Cuba o Nicaragua.
Pero la sociedad evidentemente demanda una transformación real del sistema político, no sólo en Uzbekistán sino en toda el Asia Central. Tanto es así que, en una región caracterizada por el autoritarismo, tan sólo este año se han dado importantes protestas también en Kazajistán, en enero, y en Tayikistán, en mayo. A esto hay que sumar las manifestaciones de 2020 en Kirguistán, que derivaron en la caída del gobierno, elecciones anticipadas y una reforma constitucional.
El docente e investigador Paulo Botta explica que la principal razón de esta serie de estallidos sociales es biológica: “ha habido una enorme continuidad del partido comunista en la región, por lo que son países con transiciones democráticas incompletas. La élite dirigente de la etapa soviética era la única que podía hacerse cargo en los 90, se hizo con el poder en esos años y no lo ha dejado hasta hoy. Pero surge una enorme diferencia con una población muy joven que no vivió la época soviética, que hoy está muy conectada con el resto del mundo a través de redes sociales, que demanda bienes sociales y cambios y que contrasta con una élite que tiene una enorme inercia en cuanto a prácticas del periodo soviético.”
En este escenario, no puede obviarse la influencia de Rusia, pero tampoco de China porque Asia Central se encuentra política y geográficamente en medio de estos dos países: el primero, una potencia regional histórica; el segundo, una potencia en ascenso. Nada de lo que suceda en la región le es ajeno a Moscú, que tiene múltiples herramientas para mantener una vinculación cultural, pero también en términos políticos y militares. Beijing, por su parte, es el principal socio comercial de las cinco ex repúblicas soviéticas de la región. Eso no significa necesariamente que todo lo que suceda en Uzbekistán esté orquestado desde el Kremlin, pero es probable que las protestas hayan sido enfatizadas desde Rusia, que pretende mantener su rol de eminencia en Asia Central.
Uzbekistán se encuentra por lo tanto en una disyuntiva entre Rusia, China y un occidente que parece desvinculado de la región más allá de algunas inversiones puntuales. En el medio, una sociedad civil joven, dinámica, que demanda cambios reales frente a un gobierno que desestima todo tipo de reclamo. Y un presidente que comenzó su mandato hablando de transformaciones y terminó reutilizando las mismas estrategias que su antecesor.
Ignacio E. HutinConsejero ConsultivoMagíster en Relaciones Internacionales (USAL, 2021), Licenciado en Periodismo (USAL, 2014) y especializado en Liderazgo en Emergencias Humanitarias (UNDEF, 2019). Es especialista en Europa Oriental, Eurasia post soviética y Balcanes y fotógrafo (ARGRA, 2009). Becado por el Estado finlandés para la realización de estudios relativos al Ártico en la Universidad de Laponia (2012). Es autor de los libros Saturno (2009), Deconstrucción: Crónicas y reflexiones desde la Europa Oriental poscomunista (2018), Ucrania/Donbass: una renovada guerra fría (2021) y Ucrania: crónica desde el frente (2021).
Karakalpakstán es una región nominalmente autónoma que ocupa aproximadamente un tercio del territorio de Uzbekistán, pero sólo vive allí un 5% de la población del país. Buena parte de los habitantes de la zona solía vivir de la pesca en el Mar de Aral, que comparte con la vecina Kazajistán, pero durante la etapa soviética se desvío el agua para regar plantaciones de algodón y el lago, como la principal fuente de recursos local, prácticamente se secó. Es decir, se trata de un gran desierto, sin mayores recursos, un área periférica que aún en tiempos soviéticos recibía una atención mínima. Y sin embargo, Karakalpakstán fue recientemente el foco de un estallido extraño, poco frecuente en Asia Central, una región más habituada a la estabilidad represiva por parte de líderes estancados en el poder que a movilizaciones sociales.
El origen de las protestas fue el proyecto de reformas constitucionales propuestas por el presidente Shavkat Mirziyoyev, que gobierna desde 2016. En 1993 Karakalpakstán se incorporó oficialmente a Uzbekistán con la promesa de que se llevaría a cabo un referéndum independentista 20 años después, cosa que nunca sucedió. Aun así la Constitución uzbeka establece que esta región es soberana y tiene derecho a la secesión, además de bandera, himno, parlamento autónomo y su propia carta magna. Pero las reformas planteadas por el presidente apuntan a eliminar estos derechos, reducir la autonomía local, suprimir el derecho a secesión y, además, extender la duración de la gestión presidencial de cinco a siete años y eliminar el límite de dos mandatos.
Las protestas a principios de julio en Karakalpakstán fueron duramente reprimidas y terminaron con un saldo de 18 muertos y más de 500 detenidos, según el gobierno, que también afirmó que los manifestantes habían intentado ocupar edificios públicos. Mirziyoyev fue aún más allá y, aunque no acusó a nadie en particular, declaró que los disturbios fueron planeados durante años por fuerzas extranjeras, como si la sociedad civil de su país no pudiera cuestionarlo. Por algunos días el acceso a internet fue bloqueado y se estableció el estado de emergencia y toque de queda.
La periodista local Lolagul Kallyjanova permanece aún detenida e incomunicada luego de cubrir las protestas y publicar contenido crítico hacia el gobierno central. Por otro lado, el periodista y activista por los derechos humanos Dauletmurat Tazhimuratov, que encabezó las movilizaciones, fue detenido bajo el cargo de “violación del orden constitucional” y puede recibir una condena de hasta 20 años de prisión. Hay denuncias de que ha sido objeto de maltrato físico bajo custodia, mientras que la Organización Mundial Contra la Tortura (OMCT) reclama que Tazhimuratov ha sido secuestrado junto a su esposa, su hija de 8 años, dos hermanos y un sobrino. El paradero de todos ellos aún es desconocido.
Finalmente Mirziyoyev acordó retirar las enmiendas relativas a la autonomía regional y la tensión en Karakalpakstán se apaciguó, lo que podría considerarse una victoria para la sociedad civil, aunque se mantenga la extensión del periodo presidencial y la eliminación del límite de dos mandatos. Y sin embargo los uzbekos no tienen mucho para festejar, menos aun después de 18 muertes.
Mirziyoyev asumió la presidencia tras la muerte de Islam Karimov, único líder del país a partir de la disolución soviética de 1991. En 25 años, Karimov enmendó la Constitución para perpetuarse en el poder y se presentó a cuatro elecciones en las que su peor resultado fue 87%. A la represión y la censura se le sumó la reducción a esclavitud de 1.2 millones de personas, alrededor de un 4% de la población, según datos de 2016 de la Fundación Walk Free. Era entonces el segundo mayor porcentaje del mundo, tan sólo superado por Corea del Norte.
El final de Karimov parecía el principio de un cambio, de hecho Mirziyoyev se apresuró a promover un proceso tendiente a cierta modernización y apertura. Por primera vez se publicó un informe de gobierno ambiental, social y corporativo (ESG, por sus siglas en inglés), se prohibió el trabajo infantil, se redujeron los niveles de esclavitud, fueron liberados miles de presos políticos y Uzbekistán se abrió a los mercados internacionales de capital, lo que se tradujo en un aumento de un 266% de la inversión extranjera directa en 2019.
Pero las elecciones de 2021 fueron el final del proceso o quizás la prueba de que Mirziyoyev, Primer Ministro de Karimov entre 2003 y 2016, no era tan distinto a su predecesor. En octubre pasado fue reelecto con el 80% de los votos en comicios caracterizados, según el informe de la Oficina de Instituciones Democráticas y Derechos Humanos (OIDDH) de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), por la falta de competencia real, notables diferencias en la posibilidad de acceso a medios de comunicación entre el oficialismo y sus cuatro rivales, candidatos supuestamente opositores que nunca cuestionaron o desafiaron al presidente, imposibilidad de inscribir nuevos partidos e irregularidades varias al momento de sufragar. Y finalmente la represión de julio en Karakalpakstán y las reformas constitucionales que aún se sostienen marcan el derrumbe de una fachada reformista.
Según el último informe de libertad de prensa elaborado por Reporteros sin Fronteras, Uzbekistán aparece en el puesto 133 de 180 países analizados; mientras que en el Índice de Democracia elaborado por el semanario británico The Economist, figura 150° de 167, apenas por encima de Venezuela y Arabia Saudita y en una peor situación que China, Bielorrusia, Azerbaiyán, Cuba o Nicaragua.
Pero la sociedad evidentemente demanda una transformación real del sistema político, no sólo en Uzbekistán sino en toda el Asia Central. Tanto es así que, en una región caracterizada por el autoritarismo, tan sólo este año se han dado importantes protestas también en Kazajistán, en enero, y en Tayikistán, en mayo. A esto hay que sumar las manifestaciones de 2020 en Kirguistán, que derivaron en la caída del gobierno, elecciones anticipadas y una reforma constitucional.
El docente e investigador Paulo Botta explica que la principal razón de esta serie de estallidos sociales es biológica: “ha habido una enorme continuidad del partido comunista en la región, por lo que son países con transiciones democráticas incompletas. La élite dirigente de la etapa soviética era la única que podía hacerse cargo en los 90, se hizo con el poder en esos años y no lo ha dejado hasta hoy. Pero surge una enorme diferencia con una población muy joven que no vivió la época soviética, que hoy está muy conectada con el resto del mundo a través de redes sociales, que demanda bienes sociales y cambios y que contrasta con una élite que tiene una enorme inercia en cuanto a prácticas del periodo soviético.”
En este escenario, no puede obviarse la influencia de Rusia, pero tampoco de China porque Asia Central se encuentra política y geográficamente en medio de estos dos países: el primero, una potencia regional histórica; el segundo, una potencia en ascenso. Nada de lo que suceda en la región le es ajeno a Moscú, que tiene múltiples herramientas para mantener una vinculación cultural, pero también en términos políticos y militares. Beijing, por su parte, es el principal socio comercial de las cinco ex repúblicas soviéticas de la región. Eso no significa necesariamente que todo lo que suceda en Uzbekistán esté orquestado desde el Kremlin, pero es probable que las protestas hayan sido enfatizadas desde Rusia, que pretende mantener su rol de eminencia en Asia Central.
Uzbekistán se encuentra por lo tanto en una disyuntiva entre Rusia, China y un occidente que parece desvinculado de la región más allá de algunas inversiones puntuales. En el medio, una sociedad civil joven, dinámica, que demanda cambios reales frente a un gobierno que desestima todo tipo de reclamo. Y un presidente que comenzó su mandato hablando de transformaciones y terminó reutilizando las mismas estrategias que su antecesor.