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Observatorio de Relaciones Internacionales y Derechos Humanos
Perseguido, envenenado y condenado: Kara-Murzá, el paradigma de la oposición rusa
Kara-Murzá sabe que forma parte de una larga lista de personas que el Kremlin considera «indeseables». Sabe que su trabajo incomoda y que Putin preferiría que el periodista, al igual que muchos de los que lo han acompañado en las últimas décadas, no existiera. Por ahora, el mandamás de Moscú se contenta con ver tras las rejas a sus críticos, pero, considerando los antecedentes, puede que pronto ya no le baste con eso.Por Ignacio E. Hutin
Dos veces intentaron envenenarlo. Las dos veces de la misma forma: estaba en Moscú, empezó a sentirse mal, sus músculos no le respondían, no podía respirar. En pocas horas, sus órganos comenzaron a fallar. Fue hospitalizado y logró sobrevivir en ambas ocasiones, quién sabe cómo. La primera vez fue el 26 de mayo de 2015, casi tres meses después de que su amigo y colega Boris Nemtsov fuera asesinado de varios disparos a apenas pasos del Kremlin, sede del poder ejecutivo ruso. En uno de los lugares más vigilados del planeta, nadie vio nada entonces. Y nadie vio nada cuando, en dos ocasiones, envenenaron a Vladímir Kara-Murzá. Nadie vio, nadie investigó. Pero el activista político no sólo sobrevivió, sino que decidió permanecer en su Moscú natal y continuar trabajando por un país más democrático. Hasta que un día cualquiera, a poco de lanzada la invasión a Ucrania, sucedió lo que le sucede a cualquier figura política opositora en Rusia que no sea asesinada: fue detenido.
Kara-Murzá hoy tiene 41 años y acaba de ser condenado a un cuarto de siglo en prisión por difundir “desinformación” sobre el ejército ruso, por colaborar con una organización “indeseable” y por “alta traición”. Se trata de la pena máxima estipulada para los crímenes de los que fue acusado. Dos semanas antes, ante el tribunal de la capital rusa, se había negado a expresar “remordimiento por sus fechorías” o a suplicar clemencia a los jueces. Y a los jueces no les resultó relevante que el activista sufriera de polineuropatía en ambos pies, desarrollada como consecuencia de los envenenamientos de 2015 y 2017. Podía considerarse afortunado de haber sobrevivido.
Desde los 16 años, Kara-Murzá trabajó como periodista para distintos medios rusos y extranjeros, especialmente como corresponsal en Londres y en Washington. Tenía menos de 20 años cuando se incorporó al partido Elección Democrática de Rusia (DVR, por sus siglas en ruso), que pronto se fusionó con la Unión de Fuerzas de Derecha (SPS). Eran los primeros años del nuevo siglo, Vladimir Putin acababa de asumir la presidencia de la Federación Rusa y Kara-Murzá comenzaba a aparecer en el ojo público como asesor de Boris Nemtsov, ex gobernador de Nizhni Nóvgorod y por entonces miembro de la Duma, la cámara baja del Parlamento ruso. Luego participó en las elecciones legislativas de 2003, en las que la oposición denunció fraude, y, en 2008, militó la candidatura presidencial del escritor y activista por los derechos humanos Vladimir Bukovsky. “Rusia necesita su propio Vaclav Havel, no un nuevo sucesor de la KGB”, dijo entonces Kara-Murzá. Pero la Comisión Electoral Central rechazó la candidatura.
Cuando, a finales de ese mismo 2008, la oposición rusa encabezada por Nemtsov y por el ajedrecista Garry Kaspárov fundó Solidaridad, en referencia al movimiento homónimo polaco, Kara-Murzá se convirtió en miembro de su consejo federal. Fue desde ese rol que participó en las mayores protestas en Rusia desde la disolución soviética en 1991. En las elecciones legislativas de 2011, oficialmente ganó Rusia Unida, el partido encabezado por el entonces Primer Ministro Putin, con casi el 50% de los votos, pero organizaciones como la OSCE y la UE hablaron de fraude. Llegó a haber más de 160 mil personas protestando en Moscú. Pero esas manifestaciones dejaron en claro que Putin no pensaba mostrar debilidad, menos aun faltando apenas un año para los comicios que lo devolverían al frente del país. De todas formas, las protestas representaron un momento importante en el que la oposición rusa comenzaba a replantear su estrategia.
Kara-Murzá se unió al refundado Partido de la Libertad Popular, que había sido disuelto por orden de la Corte Suprema rusa en 2007; formó parte del Consejo de Coordinación de la Oposición Rusa, en el que compartió espacio con, entre otros, Alexei Navalny, el abogado envenenado en 2020 y detenido desde 2021; de la ONG con base en Nueva York Instituto de Rusia Moderna; y también fue coordinador de Rusia Abierta, organización fundada Mijaíl Jodorkovski, quien fuera alguna vez el hombre más rico de Rusia hasta ser arrestado en 2003 acusado de fraude y condenado a 9 años de prisión en un juicio que, según Amnistía Internacional, estuvo marcado por “graves violaciones procesales” y se trató de un proceso “profundamente viciado y motivado políticamente”. Desde que fue liberado, Jodorkovski se fue del país y actualmente vive en Londres.
En 2012, el Congreso estadounidense aprobó la llamada Ley Magnitski, nombrada en honor a Serguéi Magnitski. Este abogado y auditor ruso investigó un fraude de 230 millones de dólares que involucraba a funcionarios fiscales rusos. En respuesta, fue acusado de cometer fraude y detenido, pasó once meses preso sin condena, sufrió maltratos y murió en 2009 a causa de las golpizas y torturas recibidas por parte de oficiales del Ministerio del Interior ruso. La ley en su honor preveía la imposibilidad de obtener visado estadounidense y congelamiento de activos en Estados Unidos a responsables de “ejecuciones extrajudiciales, tortura u otras graves violaciones de los derechos humanos internacionalmente reconocidos” en Rusia.
Kara-Murzá pasaba por entonces buena parte de su tiempo en Estados Unidos y apoyó fuertemente el proyecto de ley. Como consecuencia, fue despedido de la cadena televisiva RTVI, en la que se desempañaba como jefe de la oficina en Washington, y se le prohibió el acceso a la embajada rusa.
Luego sería asesinado Boris Nemtsov, el 27 de febrero de 2015. Era uno más en la larga lista de figuras públicas opositoras al Kremlin que fueron asesinadas en apenas dos décadas. Entre ellas, aparece Anna Politkovskaya, periodista que investigó particularmente el accionar ruso durante la guerra en Chechenia y que fue asesinada en 2006. Ese mismo año fue asesinado Alexander Litvinenko, ex agente del Servicio Federal de Seguridad (FSB) ruso, que acusó al gobierno de cometer atentados contra edificios residenciales en septiembre de 1999 para culpar a grupos chechenos y justificar la guerra. Vivía en Londres desde 2000 y pocos meses antes de ser envenenado con polonio había responsabilizado a Putin de asesinar a Politkovskaya. El abogado de la periodista, Stanislav Markelov, fue asesinado en 2009 y en el mismo atentado también lo fue Anastasia Baburova, periodista del periódico Novaya Gazeta. Natalia Estemirova, una activista por los derechos humanos y parte del directorio de la ONG Memorial, fue secuestrada y asesinada en 2009 en Grozny, Chechenia, en donde investigaba abusos del gobierno.
Los envenenamientos a Kara-Murzá fueron parte de esta sucesión de coincidencias: todos los opositores a Putin resultaban muertos en eventos sin responsables, sin testigos, sin pruebas, sin que nadie estuviera al tanto de nada. Todos los muertos se conocían, todos tenían algún tipo de contacto y Kara-Murzá no era la excepción: llevaba casi 15 años siendo una de las caras más visibles de la oposición a Putin, en Rusia, en la Unión Europea y al otro lado del Atlántico. Había formado parte de casi todas las redes, de casi todos los movimientos políticos, había compartido espacio con todos los opositores, con los muertos, con los exiliados, con los envenenados, con los sobrevivientes. Con todos. De esta forma, logró constituirse como uno de los mayores y más paradigmáticos representantes de la oposición rusa.
Y entonces, un 24 de febrero de 2022, Rusia invadió Ucrania. Y Kara-Murzá fue abiertamente crítico, como lo había sido junto a Nemtsov en 2014, cuando los grupos separatistas del oriente ucraniano declararon su independencia con apoyo financiero y logístico de Moscú. Apenas dos semanas después del inicio de la invasión, el periodista y activista expuso ante la Cámara de Representantes de Arizona, EE.UU., denunciando el accionar del gobierno ruso. Fue detenido en abril acusado de haber difundido “a sabiendas información falsa sobre las Fuerzas Armadas de Rusia” durante ese discurso; pero también de “alta traición”, por su “cooperación con un país de la OTAN” a raíz de sus intervenciones públicas en Lisboa, Helsinki y Washington; y de “llevar a cabo actividades de una organización indeseable”, por su trabajo en Rusia Abierta.
Casi exactamente un año después de su detención, el 17 de abril, fue condenado a 25 años de cárcel. “Nadie debe ser privado de su libertad para ejercer sus derechos humanos, por lo que hago un llamamiento a las autoridades rusas a poner en libertad al periodista sin dilación alguna”, dijo el Jefe de Derechos Humanos de las Naciones Unidas Volker Türk. “Es otro estremecedor ejemplo de la represión sistemática a la sociedad civil, que el gobierno del Kremlin ha ampliado y acelerado desde que el año pasado Rusia invadiera Ucrania. Los llamados ‘delitos’ por los que fue juzgado Vladímir Kara-Murzá son, de hecho, actos de notable valentía”, declaró Natalia Zviagina, directora de Amnistía Internacional Rusia.
Probablemente esa sea la palabra más adecuada: valentía. Porque Kara-Murzá sabe que forma parte de una larga lista de personas que el Kremlin considera “indeseables”. Sabe que su trabajo incomoda y que Putin preferiría que el periodista, al igual que muchos de los que lo han acompañado en las últimas décadas, no existiera. Por ahora, el mandamás de Moscú se contenta con ver tras las rejas a sus críticos, pero, considerando los antecedentes, puede que pronto ya no le baste con eso. Y ni Rusia ni los tres hijos de Kara-Murzá necesitan un nuevo mártir.
Ignacio E. HutinConsejero ConsultivoMagíster en Relaciones Internacionales (USAL, 2021), Licenciado en Periodismo (USAL, 2014) y especializado en Liderazgo en Emergencias Humanitarias (UNDEF, 2019). Es especialista en Europa Oriental, Eurasia post soviética y Balcanes y fotógrafo (ARGRA, 2009). Becado por el Estado finlandés para la realización de estudios relativos al Ártico en la Universidad de Laponia (2012). Es autor de los libros Saturno (2009), Deconstrucción: Crónicas y reflexiones desde la Europa Oriental poscomunista (2018), Ucrania/Donbass: una renovada guerra fría (2021) y Ucrania: crónica desde el frente (2021).
Dos veces intentaron envenenarlo. Las dos veces de la misma forma: estaba en Moscú, empezó a sentirse mal, sus músculos no le respondían, no podía respirar. En pocas horas, sus órganos comenzaron a fallar. Fue hospitalizado y logró sobrevivir en ambas ocasiones, quién sabe cómo. La primera vez fue el 26 de mayo de 2015, casi tres meses después de que su amigo y colega Boris Nemtsov fuera asesinado de varios disparos a apenas pasos del Kremlin, sede del poder ejecutivo ruso. En uno de los lugares más vigilados del planeta, nadie vio nada entonces. Y nadie vio nada cuando, en dos ocasiones, envenenaron a Vladímir Kara-Murzá. Nadie vio, nadie investigó. Pero el activista político no sólo sobrevivió, sino que decidió permanecer en su Moscú natal y continuar trabajando por un país más democrático. Hasta que un día cualquiera, a poco de lanzada la invasión a Ucrania, sucedió lo que le sucede a cualquier figura política opositora en Rusia que no sea asesinada: fue detenido.
Kara-Murzá hoy tiene 41 años y acaba de ser condenado a un cuarto de siglo en prisión por difundir “desinformación” sobre el ejército ruso, por colaborar con una organización “indeseable” y por “alta traición”. Se trata de la pena máxima estipulada para los crímenes de los que fue acusado. Dos semanas antes, ante el tribunal de la capital rusa, se había negado a expresar “remordimiento por sus fechorías” o a suplicar clemencia a los jueces. Y a los jueces no les resultó relevante que el activista sufriera de polineuropatía en ambos pies, desarrollada como consecuencia de los envenenamientos de 2015 y 2017. Podía considerarse afortunado de haber sobrevivido.
Desde los 16 años, Kara-Murzá trabajó como periodista para distintos medios rusos y extranjeros, especialmente como corresponsal en Londres y en Washington. Tenía menos de 20 años cuando se incorporó al partido Elección Democrática de Rusia (DVR, por sus siglas en ruso), que pronto se fusionó con la Unión de Fuerzas de Derecha (SPS). Eran los primeros años del nuevo siglo, Vladimir Putin acababa de asumir la presidencia de la Federación Rusa y Kara-Murzá comenzaba a aparecer en el ojo público como asesor de Boris Nemtsov, ex gobernador de Nizhni Nóvgorod y por entonces miembro de la Duma, la cámara baja del Parlamento ruso. Luego participó en las elecciones legislativas de 2003, en las que la oposición denunció fraude, y, en 2008, militó la candidatura presidencial del escritor y activista por los derechos humanos Vladimir Bukovsky. “Rusia necesita su propio Vaclav Havel, no un nuevo sucesor de la KGB”, dijo entonces Kara-Murzá. Pero la Comisión Electoral Central rechazó la candidatura.
Cuando, a finales de ese mismo 2008, la oposición rusa encabezada por Nemtsov y por el ajedrecista Garry Kaspárov fundó Solidaridad, en referencia al movimiento homónimo polaco, Kara-Murzá se convirtió en miembro de su consejo federal. Fue desde ese rol que participó en las mayores protestas en Rusia desde la disolución soviética en 1991. En las elecciones legislativas de 2011, oficialmente ganó Rusia Unida, el partido encabezado por el entonces Primer Ministro Putin, con casi el 50% de los votos, pero organizaciones como la OSCE y la UE hablaron de fraude. Llegó a haber más de 160 mil personas protestando en Moscú. Pero esas manifestaciones dejaron en claro que Putin no pensaba mostrar debilidad, menos aun faltando apenas un año para los comicios que lo devolverían al frente del país. De todas formas, las protestas representaron un momento importante en el que la oposición rusa comenzaba a replantear su estrategia.
Kara-Murzá se unió al refundado Partido de la Libertad Popular, que había sido disuelto por orden de la Corte Suprema rusa en 2007; formó parte del Consejo de Coordinación de la Oposición Rusa, en el que compartió espacio con, entre otros, Alexei Navalny, el abogado envenenado en 2020 y detenido desde 2021; de la ONG con base en Nueva York Instituto de Rusia Moderna; y también fue coordinador de Rusia Abierta, organización fundada Mijaíl Jodorkovski, quien fuera alguna vez el hombre más rico de Rusia hasta ser arrestado en 2003 acusado de fraude y condenado a 9 años de prisión en un juicio que, según Amnistía Internacional, estuvo marcado por “graves violaciones procesales” y se trató de un proceso “profundamente viciado y motivado políticamente”. Desde que fue liberado, Jodorkovski se fue del país y actualmente vive en Londres.
En 2012, el Congreso estadounidense aprobó la llamada Ley Magnitski, nombrada en honor a Serguéi Magnitski. Este abogado y auditor ruso investigó un fraude de 230 millones de dólares que involucraba a funcionarios fiscales rusos. En respuesta, fue acusado de cometer fraude y detenido, pasó once meses preso sin condena, sufrió maltratos y murió en 2009 a causa de las golpizas y torturas recibidas por parte de oficiales del Ministerio del Interior ruso. La ley en su honor preveía la imposibilidad de obtener visado estadounidense y congelamiento de activos en Estados Unidos a responsables de “ejecuciones extrajudiciales, tortura u otras graves violaciones de los derechos humanos internacionalmente reconocidos” en Rusia.
Kara-Murzá pasaba por entonces buena parte de su tiempo en Estados Unidos y apoyó fuertemente el proyecto de ley. Como consecuencia, fue despedido de la cadena televisiva RTVI, en la que se desempañaba como jefe de la oficina en Washington, y se le prohibió el acceso a la embajada rusa.
Luego sería asesinado Boris Nemtsov, el 27 de febrero de 2015. Era uno más en la larga lista de figuras públicas opositoras al Kremlin que fueron asesinadas en apenas dos décadas. Entre ellas, aparece Anna Politkovskaya, periodista que investigó particularmente el accionar ruso durante la guerra en Chechenia y que fue asesinada en 2006. Ese mismo año fue asesinado Alexander Litvinenko, ex agente del Servicio Federal de Seguridad (FSB) ruso, que acusó al gobierno de cometer atentados contra edificios residenciales en septiembre de 1999 para culpar a grupos chechenos y justificar la guerra. Vivía en Londres desde 2000 y pocos meses antes de ser envenenado con polonio había responsabilizado a Putin de asesinar a Politkovskaya. El abogado de la periodista, Stanislav Markelov, fue asesinado en 2009 y en el mismo atentado también lo fue Anastasia Baburova, periodista del periódico Novaya Gazeta. Natalia Estemirova, una activista por los derechos humanos y parte del directorio de la ONG Memorial, fue secuestrada y asesinada en 2009 en Grozny, Chechenia, en donde investigaba abusos del gobierno.
Los envenenamientos a Kara-Murzá fueron parte de esta sucesión de coincidencias: todos los opositores a Putin resultaban muertos en eventos sin responsables, sin testigos, sin pruebas, sin que nadie estuviera al tanto de nada. Todos los muertos se conocían, todos tenían algún tipo de contacto y Kara-Murzá no era la excepción: llevaba casi 15 años siendo una de las caras más visibles de la oposición a Putin, en Rusia, en la Unión Europea y al otro lado del Atlántico. Había formado parte de casi todas las redes, de casi todos los movimientos políticos, había compartido espacio con todos los opositores, con los muertos, con los exiliados, con los envenenados, con los sobrevivientes. Con todos. De esta forma, logró constituirse como uno de los mayores y más paradigmáticos representantes de la oposición rusa.
Y entonces, un 24 de febrero de 2022, Rusia invadió Ucrania. Y Kara-Murzá fue abiertamente crítico, como lo había sido junto a Nemtsov en 2014, cuando los grupos separatistas del oriente ucraniano declararon su independencia con apoyo financiero y logístico de Moscú. Apenas dos semanas después del inicio de la invasión, el periodista y activista expuso ante la Cámara de Representantes de Arizona, EE.UU., denunciando el accionar del gobierno ruso. Fue detenido en abril acusado de haber difundido “a sabiendas información falsa sobre las Fuerzas Armadas de Rusia” durante ese discurso; pero también de “alta traición”, por su “cooperación con un país de la OTAN” a raíz de sus intervenciones públicas en Lisboa, Helsinki y Washington; y de “llevar a cabo actividades de una organización indeseable”, por su trabajo en Rusia Abierta.
Casi exactamente un año después de su detención, el 17 de abril, fue condenado a 25 años de cárcel. “Nadie debe ser privado de su libertad para ejercer sus derechos humanos, por lo que hago un llamamiento a las autoridades rusas a poner en libertad al periodista sin dilación alguna”, dijo el Jefe de Derechos Humanos de las Naciones Unidas Volker Türk. “Es otro estremecedor ejemplo de la represión sistemática a la sociedad civil, que el gobierno del Kremlin ha ampliado y acelerado desde que el año pasado Rusia invadiera Ucrania. Los llamados ‘delitos’ por los que fue juzgado Vladímir Kara-Murzá son, de hecho, actos de notable valentía”, declaró Natalia Zviagina, directora de Amnistía Internacional Rusia.
Probablemente esa sea la palabra más adecuada: valentía. Porque Kara-Murzá sabe que forma parte de una larga lista de personas que el Kremlin considera “indeseables”. Sabe que su trabajo incomoda y que Putin preferiría que el periodista, al igual que muchos de los que lo han acompañado en las últimas décadas, no existiera. Por ahora, el mandamás de Moscú se contenta con ver tras las rejas a sus críticos, pero, considerando los antecedentes, puede que pronto ya no le baste con eso. Y ni Rusia ni los tres hijos de Kara-Murzá necesitan un nuevo mártir.